Los fundadores del
régimen soviético, Lenin, Trotski y Stalin, practicaron el crimen como
"forma de lucha". Churchill -ya lo había mencionado en otra columna-
captó el peligro de semejante trío; en 1918 dijo que era necesario
capturar y ahorcar a Lenin y a Trotski, "expresiones de una nueva forma
de barbarie política, ajena al derecho, a la costumbre, la diplomacia y
el honor". Simon Sebag, en su libro La corte del zar rojo, cuenta,
pruebas en mano, que Stalin atracó bancos en Tiflis para financiar el
exilio de Lenin en Ginebra.
El presidente Rafael Correa es discípulo avezado de Stalin. Él llegó
al poder de la mano de Chávez y de las Farc. Uno de sus ministros, un
tal Larrea, se encargó de legalizar las acciones de la banda terrorista
colombiana en Ecuador, de integrarla a la vida política, social y
económica del país. Incluso, invitó a 'Reyes' a instalar en Ecuador su
campamento, para orientar desde allí la Coordinadora Continental
Bolivariana. Correa se enfureció cuando Colombia dio de baja a 'Reyes' y
acusó al gobierno colombiano de violar la soberanía de Ecuador.
Correa, como Stalin, aconsejado por algunos textos de Maquiavelo,
decidió "no cuidarse de la reputación de cruel cuando le sea preciso
imponer la obediencia y la fidelidad a sus súbditos".
Stalin se deshizo
de su principal socio político, Trotski, a quien desterró de la Unión
Soviética; luego ordenó su asesinato en México. Pagó un millón de
dólares al fanático comunista hispano-cubano Ramón Mercader, quien viajó
con falsa identidad y se infiltró pacientemente en la casa del fundador
del Ejército Rojo. Cuando tuvo la primera oportunidad de hacer
desaparecer a Trotski de entre los vivos, Mercader le clavó una piqueta
de montañismo en la cabeza.
En Ecuador, el actual gobernante acoge y protege a criminales. Se ha
rodeado, él mismo, de criminales, y, últimamente, parecería -según se
desprende de un informe de la revista Semana- está dispuesto a seguir
los pasos de Stalin, promoviendo el secuestro o la desaparición de uno
de sus opositores más connotados, el asambleísta Fernando Balda. Las
calles de Bogotá fueron testigo de que los regímenes del Socialismo del
Siglo XXI no tendrán empacho en violar el territorio colombiano, si así
se los dicta su interés.
Vargas Llosa, en La fiesta del Chivo, narra el secuestro en Nueva
York de Jesús Galíndez, principal opositor del dictador Rafael Leónidas
Trujillo, quien fue despachado en vuelo clandestino a República
Dominicana. El propio tirano lo recibió, dirigió su tortura (le hizo
comer un ejemplar del libro que denunciaba su barbarie) y luego lo
arrojó vivo a los tiburones. Los secuestradores de Balda llegaron en
vuelo comercial de Cali a Bogotá; se alojaron en hotel de lujo,
compraron trajes negros, camisas y corbatas en conocidos almacenes y
alquilaron una camioneta Toyota. Todo el tiempo los autores
intelectuales iban monitoreando el asunto desde sus móviles. ¿Se creían
amparados por la impunidad ecuatoriana? ¿Sentían estar en un operativo
legal y no en un secuestro?
La banda secuestradora, que recibió fondos desde Ecuador, dejó
sembradas las pruebas habidas y por haber sobre los partícipes en el
crimen. Según Semana, hasta le anunciaron a la víctima: "Esto es de
parte del presidente Correa". No contaron con que en Colombia todavía
opera la solidaridad ciudadana: los secuestradores fueron perseguidos
por taxistas bogotanos, quienes animaron a la policía a rendirlos y
capturarlos. Ya los investigadores tienen todo el rollo dilucidado.
Correa brindó a su amigo y cómplice Assange los servicios del mejor
abogado posible. Me temo que va a tener que contratarlo para defender
también su régimen criminal ante la justicia penal internacional.
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