Nací en un hogar de venezolanos que aman a su país. De niño jugaba al
aire libre y papá me llevó dos veces a la playa para que pescáramos
juntos. No olvido su uniforme reluciente y las historias que me contaba
mi mamá sobre sus proezas, hasta que fue asesinado en Machurucuto,
combatiendo a los invasores cubanos que pretendían envenenar nuestro
estilo de vida con su ideología resentida, plagada de taras
inconfesables.
Al cumplir los dieciocho años, me alisté en el ejército y allí me
hice parte de un universo de personas que como yo estaba dispuesta a dar
la vida por los valores que nos inculcaron en casa, y que tenían que
ver con la decencia y el respeto a una historia donde abundan las
anécdotas heroicas, de hombres entregándose a la tarea más noble: la
defensa de la libertad y el cuidado de nuestra soberanía nacional.
Como soldado recorrí la geografía patria, entrando en contacto con
mucha gente buena, que me expresaba cariño, haciéndome saber con su
respeto que yo representaba con mi uniforme algo importante; y me sentía
orgulloso. También ese verde oliva, y las botas negras, tenían un
efecto embriagador en las muchachas que salían conmigo, sonrío cuando me
acuerdo de los piropos, ¡qué tiempos aquellos mi hermano!
Pasaron los años y también se acumularon las buenas experiencias,
cuidábamos las fronteras, evitábamos que la narcoguerrilla hiciera de
nuestro suelo un campo para cultivar sus vilezas. Me sentía poderoso con
aquel uniforme, porque cada vez que me lo ponía mi pecho se inflaba con
sentido de responsabilidad, el peso de ser el garante de la seguridad
de tanta gente inocente, y la consciencia de ser el heredero del
prestigio de mis ancestros, que derramaron su sangre por nuestra nación,
que es la de Francisco de Miranda y Simón Bolívar.
Llegaron los ochenta, y mis compañeros militares, hermanos del
componente naval, cumplieron su deber. Muy en alto pusieron el pabellón
criollo, haciendo retroceder al Caldas, y Colombia se nos paró firme.
Le recordamos al mundo que nuestras Fuerzas Armadas eran una institución
seria, que nosotros no éramos un chiste.
En los noventa, un grupito de traidores, salidos de nuestras filas,
demostraron que su fidelidad no era con Venezuela, que su juramento se
lo prestaron al asesino de Fidel Castro. Afortunadamente allí logramos
detenerlos, pese a los cientos de caídos que pagaron con sus vidas el
haber sido engañados por esos traidores, que les pusieron en jaque
mintiéndoles sobre las razones de sus acciones.
Pero esta traición era más universal de lo que jamás sospecháramos.
Demasiados sectores, y no solo militares, estaban involucrados en la
conspiración contra la democracia, y se activaron procesos terribles que
como un espiral infernal se llevó todo por delante, penetrando el
núcleo de nuestra nación, para incubar allí el virus mortal que destruyó
la institucionalidad de Venezuela. A partir de esa catástrofe, lo demás
sucedió rápidamente.
El traidor mayor, ese cobarde que se acurrucó en el Museo Militar,
llegó a la presidencia y desde allí le abrió las puertas a Fidel Castro
para que hiciera con nuestro país aquello que evitó mi padre y sus
compañeros de armas, que les costó la vida y a mí me dejó huérfano,
aunque orgulloso de ser hijo de un héroe.
He sido testigo silente del cómo han pervertido los valores por los
que me hice militar. Tantos aquí adentro le han entregado su alma al
diablo, a cambio de riquezas materiales que nunca compensan aquello que
se vende, porque no existe nada en este mundo que se equipare a la paz
de la consciencia. Yo he tenido que vomitar muchas veces, mi orgullo se
ha visto humillado de la peor forma.
Me veo al espejo y me repito incesantemente que esos que se
corrompieron no somos todos, le digo a mi hijo y esposa que estén
tranquilos con eso, pero confieso que yo no lo estoy. Ponerme el
uniforme ahora no es lo mismo que antes. Camino por la calle y siento
las miradas de la gente, algunos se atreven y vociferan a todo pulmón lo
que piensan de mi y de mis compañeros… sí, yo también siento eso, no
puedo mentirles, yo soy un hombre avergonzado, tengo mucha vergüenza de
llevar hoy este uniforme, porque me siento disfrazado, y no es justo con
mi padre, ni con mi hijo, ni conmigo mismo, pero tengo una
responsabilidad y la asumo, porque si me excuso entonces allí sí que
dejaría de lado completamente aquello que me inculcaron en casa, eso de
la responsabilidad individual es algo que me tomo muy en serio y no hay
orden superior que aligere el peso del deber que tengo como hombre.
Sé que muchos de mis compañeros han deshonrado nuestra razón de ser.
No hemos defendido nada de lo que significa ser militar. La soberanía
está hecha pedazos de tanta violación, nuestro territorio colonizado por
criminales que responden a los hermanos Castro y a los carteles de la
droga. Los cuarteles se parecen tanto a los burdeles, que es difícil
separar el oficio de puta con el de tantos oficiales de nuestro alto
mando. Para colmos, se han formado ejércitos paralelos, nos recortan los
presupuestos e inventarios para orientarlos hacia la delincuencia
común.
Hemos dejado que las calles se siembren de malandros armados con
equipos de guerra, y lo peor, muchos de nosotros hemos usado rifles y
bombas para atacar a la juventud inocente, mientras cerramos los ojos
con las caravanas de asesinos y ladrones que desfilan frente a nuestras
narices y que están en las filas que nos identifican como institución.
Sé muy bien que nada de esto es correcto. Cada vez que veo a mi hijo
siento una corriente en las entrañas, y mi cuello me pesa. Las mañanas,
cuando me visto con el uniforme que alguna vez equiparé al de mi padre,
lo siento más como un disfraz. Ya no camino por la calle, hace un tiempo
que no visito un centro comercial sin asegurarme primero que voy con el
camuflaje de civil.
No soy como los traidores, yo no soy un traidor, pero ya no puedo
mentirme a mí mismo creyendo que eso es suficiente. Hay algo más que
tengo que hacer, sigo siendo militar y eso no es cosa de juego. Como
militar tengo un deber que no estoy cumpliendo, hay una cuenta pendiente
que no he pagado y sus intereses se han acumulado en proporciones
indecentes.
Esta deuda es con la bandera tricolor que juré defender y que hoy
está pisada por una tiranía extranjera, que envilece todos los valores
que fundamentan mi nación; la deuda también es con mis compatriotas
civiles que no tienen el entrenamiento ni las armas que a mí me
confiaron, precisamente para que los protegiera de todo lo que está
pasando. Esta obligación es con mi padre, que como les dije entregó su
vida para honrar su casta militar, para que Venezuela fuera libre y no
esclava; la deuda es igual con mi hijo, no quiero que vea a su padre y
sienta la vergüenza que yo ya no puedo esconder… y, finalmente, esta
deuda es con mi consciencia, porque yo no me hice militar para
esconderme de los espejos, con miedo de que mis ojos proyecten lo que a
diario trato de silenciar.
Sí, yo soy militar, y un militar tiene responsabilidades que no estoy
cumpliendo. Juré defender tantas cosas que hoy están en manos de
criminales y ya no puedo más.
El domingo pasado visité la tumba de mi papá y me arrodillé llorando,
sí, se los digo sin pena, lloré como un niño que traicionó la memoria
de un héroe. Pero al rato me sequé las lágrimas y me puse de pie
haciendo el saludo de rigor al hombre que me enseñó a pescar y me dio
una razón de vida. Aunque enterrado, su ser fallecido estaba allí vivo,
hablándole paradójicamente a a alguien que, aunque vivo, está muerto por
dentro, a ese cadáver que soy yo y no quiero serlo más.
Salí del cementerio resucitado por aquel encuentro, sintiéndome
nuevamente militar. Juro por todos los santos que jamás volveré a
traicionarme.
Camino hacia el cuartel y llevo un mensaje a mis compañeros de armas:
Somos militares… actuemos como tales. Es hora de honrar nuestro
uniforme y ser hombres completos…
¡Recuperemos la Libertad de Venezuela!
@jcsosazpurua
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