Por: DIEGO PÉREZ ORDÓÑEZ
Diario El Comercio
Aunque al final del día los servicios secretos y las altas cúpulas
alemanas lo consideraran algo menos que un trepador y una especie de
intruso, Carl Schmitt terminó por imponerse como la mente jurídica del
nacionalsocialismo. Como suele suceder con los regímenes autoritarios,
las ideas de Schmitt fueron recicladas, empacadas al vacío y amalgamadas
con la propaganda del Régimen. Este señor, de todos modos, pasó a la
historia como el cerebro de las teorías legales del Tercer Reich y por
sus polémicas con Hans Kelsen (el sí un demócrata) respecto, sobre todo,
de cuestiones constitucionales.
Es que las ideas de este abogado alemán resultan de escalofriante
actualidad. Por ejemplo, Schmitt abogaba por un poder de decisión
fuerte, que no admita resistencias, que sea capaz de imponer y mantener
el orden y, de paso, de demoler cualquier presunción o atisbo de las
instituciones liberales. Parece que Schmitt aborrecía estas creaciones
ilustradas (como los consensos, la moderación y la división del poder)
por considerarlas débiles, sosas, insípidas y, al final del día,
incapaces de mantener la paz y el orden gracias al temor y al silencio.
Es decir, un reaccionario a pie juntillas.
Schmitt también era aficionado de la doctrina de la confrontación
constante. Se le atribuye la frase (en todo caso, la idea es exacta) de
que el enemigo es quien está en contra de mi posición. Creía, por tanto,
en un régimen político sin ambages ni zonas grises: el sentido de la
política debe ser la confrontación invariable, la pelea permanente, la
aplicación de la dicotomía amigo-enemigo como uno de los valores
supremos. Como consecuencia de lo anterior, el Estado debe ser un ente
intenso, que conozca todo, que se meta en todo, que regule todo, que no
deje nada fuera de su zona de influencia. Solo el Estado total,
propietario de la verdad y de la polémica, podrá ser capaz de superar al
viejo liberalismo y de instaurar un sistema que se base en la
popularidad y en la vigilancia.
Pero quizá su teoría más aplicada de forma disciplinada y rigurosa en
estos tiempos sea la de la democracia aclamativa, una democracia
ilusoria, radical y basada en el carisma, en la aprobación popular y en
la presencia asfixiante de un líder plebiscitario. La democracia
aclamativa debe ser ejercida y puesta en práctica de viva voz y siempre
con la anuencia de las grandes masas, de modo que se vaya formando un
plebiscito diario, de tracto sucesivo. La verdadera representación debe
ser escuchada en las calles (toda manifestación será contestada con su
respectiva contramanifestación), en los discursos (que deben reflejar la
verdad revelada). La democracia aclamativa, de otro lado, debe
prescindir de toda regla formal, de todo límite constitucional que
despida tufillos del liberalismo. Debe, por tanto, fabricar sus propias
reglas al andar. Y claro, potenciar los factores de aprobación, el
aplauso, la unanimidad y la venia.
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