por Carlos Alberto Montaner
Conferencia pronunciada en el el 7 de noviembre de 2013 dentro del Foro “El peronismo, la democracia y los medios de comunicación”, auspiciado por el Centro de Iniciativas para y el Caribe, el Interamerican Institute for Democracy y el Centro Cultural Argentino.Miami Dade CollegeAmérica Latina
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Naturalmente, voy a hablar de Perón, del peronismo y
de Argentina, pero llegaré al tema dando un rodeo a través de Cuba.
Suelo hacerlo. Siempre juzgamos la realidad desde nuestra experiencia.
Es imposible sustraerse a ella.
También advierto que, a estas alturas, el peronismo
es un fenómeno casi incomprensible.
Churchill calificó a Rusia como “un
acertijo, envuelto en un misterio dentro de un enigma”. Si se hubiera
atrevido a definir al peronismo hubiese dicho algo parecido.
Comienzo.
En 1959 yo tenía 15 años y vi a Fidel Castro entrar
triunfalmente en La Habana. Lo conocía desde niño y lo había visto,
esporádicamente, porque había sido amigo de mi familia, pero entonces
sentía por él más curiosidad que admiración.
La fascinación llegó después del triunfo y duró poco.
Como casi toda Cuba, me entusiasmé con el personaje. Pensé que era el
líder que la Isla necesitaba para terminar con la corrupción y los
bolsones de pobreza que existían en el país.
Pero acaso en el proceso de seducción, que casi toda
Cuba sufrió, lo más importante fueron las formas. Fidel era un político
diferente. No sólo había derrotado a un ejército regular con un puñado
de guerrilleros, hazaña que revelaba tanto su audacia militar como de la
desmoralización increíble de las fuerzas de Batista, sino que, encima,
llegaba al poder con un halo casi religioso de invencibilidad.
Era el Mesías. El que había venido a salvarnos. Las
revistas le dedicaban portadas en las que la cara de Fidel, nimbada por
una nubecilla celestial, recordaba la más difundida imagen de Cristo.
Además, descendía de la Sierra Maestra, su Olimpo,
con un atuendo especial. En su aventura guerrillera había construido un
personaje, el Fidel Castro de barba, uniforme
y pistola al cinto, y lo habitaría durante casi medio siglo hasta que
lo vencieron los problemas intestinales y sustituyó el traje de militar
por un curioso mono deportivo, transformación que
contiene un sutil mensaje subliminal: el personaje había muerto y
emergía la persona al final de su vida.
Eso sí, la barba no se la
afeitaba porque carecía de quijada. (“Dios le da barba al que no tiene
quijada”, decía el refrán en un sentido figurado que en este caso
encajaba en la realidad).
verde olivatal vez
En todo caso, en aquellos tiempos, y durante décadas,
el personaje hablaba e improvisaba múltiples horas sobre lo humano y lo
divino. Dictaba cátedra de economía, de geopolítica, de historia, de
agricultura. Gozaba haciendo alarde de su omnisapiencia. Parecía dominar
todos los saberes. Tenía respuestas para todo. No conocía la duda ni la
vacilación. Estaba dispuesto a guiar hacia la gloria al pueblo cubano, y
luego al resto del tercer mundo, aunque fuera con la punta de la fusta.
Entonces, y por un corto tiempo, no me molestó su magnetismo animal,
para utilizar la curiosa expresión de Mesmer, ni su incontrolable
verborrea, acompañada por una gesticulación exagerada que incluía el
movimiento enérgico de los brazos y muecas diversas con las que
expresaba cólera, júbilo, reto, a ratos humildad, ferocidad, como si
fuera dueño y señor del registro total de las emociones humanas,
exhibidas sin el menor pudor.
¿Prevalecía algún sentimiento en aquellos maratónicos
discursos? A mi juicio, la intimidación. Fidel era la representación
viviente de Júpiter Tonante. Su voz, a veces disfónica, con un dejo
adolescente y cierta entonación de la zona oriental de Cuba, le servía
para lanzar truenos, rayos y centellas. Enseguida, millones de cubanos
comenzaron a amarlo y a temerlo simultáneamente. Algo tenía de enojado
profeta bíblico.
A los pocos meses comenzaba a ver las cosas de otra
manera. De forma progresiva, con cierta rapidez, cambiaron totalmente
mis percepciones. Recuerdo que ya en esa época, habitualmente,
llamábamos a Fidel “el Loco”. Quien utilizaba ese apelativo con más
gracia era Pedro Luis Boitel, el líder estudiantil del “Movimiento 26 de
Julio”, condenado a prisión, quien años más tarde moriría en la cárcel
tras una dolorosa huelga de hambre en la que protestaba por los
maltratos que recibían él y sus compañeros.
Aunque exagerado, porque Fidel no era un loco
en el sentido estricto de la palabra, era un buen sobrenombre. Aquellos
ademanes de Fidel, que me habían impresionado, no reflejaban la
personalidad de un líder extraordinario, pero benéfico, sino de alguien
profundamente perturbado.
Al llegar al exilio en el otoño de 1961, cuando
analizaba el contenido de sus discursos, no encontraba una sola idea
original. La distancia había modificado las percepciones. Todo lo que
decía eran interpretaciones arbitrarias de la realidad pasadas por su
tamiz ideológico marxista-leninista, banalidades, iniciativas absurdas y
lecturas tontas de la historia.
¿Cómo era posible que semejante sujeto alguna vez me hubiera cautivado, y conmigo a casi todos los cubanos?
a sensación parecida debe ocurrirles
a los alemanes cuando hoy ven y escuchan los iracundos discursos de
Hitler, llenos de furia y ruido, o a los italianos de nuestros días, tan
justamente escépticos con sus líderes, al enfrentarse a los viejos
documentales de Mussolini en la tribuna, donde Il Duce
se ve con los brazos en jarra y visajes de loco, quejándose de los
italianos o prometiendo una Italia tan grande como su glorioso pasado.
En definitiva, de mi lección cubana aprendí que había
vivido en una violenta fantasía en la que los árboles no me dejaban ver
el bosque. No tenía edad ni distancia crítica para darme cuenta de que
aquella desquiciada realidad no era normal. Tuve que exiliarme y
radicarme en sociedades serenas para advertir que Cuba, realmente, era
un gran manicomio dirigido por el mayor de los “locos”.
A partir de entonces, cuando observo o analizo
sociedades o naciones peculiarmente gobernadas no puedo evitar
preguntarme si no tendrán, también, un elemento de irracionalidad que
las domina.
Ahora, tras ese largo disclaimer, llegó el
momento de acercarnos a la Argentina peronista y preguntarnos si,
efectivamente, el país participa de esa atmósfera de enajenación que se
observa en lo que llamo sociedades-manicomios.
Argentina
No hay duda de que existe algo extraño en la conducta
política de los argentinos. ¿Hay algún parlamento en el mundo en el
que los diputados se pongan de pie para saludar, emocionados y felices,
la declaración de insolvencia o default?
Naturalmente, no era la primera nación del planeta
que se declaraba insolvente, pero acaso la única que había asumido esa
desgracia como una hazaña patriótica de la que se enorgullecían.
Cuando uno llega a Argentina, suele escuchar, una y
otra vez, hasta la fatiga, la historia triunfante del país creado a
partir de 1853, cuando derriban a Rozas y se proclama una nueva
constitución liberal surgida de las ideas de Juan Bautista Alberdi.
Entre esa fecha y el 1930, cuando los militares dan
un golpe contra el presidente legítimo, Hipólito Yrigoyen, Argentina se
convirtió en una de las naciones más desarrolladas del planeta. Creo que
la sexta o séptima, por encima de Australia, dato que se refleja en la
espléndida Buenos Aires que todavía nos queda, la mejor de las capitales
latinoamericanas.
No me corresponde a mí, que no soy experto en la
historia de ese país, tratar de explicar por qué aquellos argentinos
liquidaron un modelo de Estado que, pese a todos los naturales problemas
de una sociedad compleja, había dado espléndidos resultados en medio de
la asimilación de millones de inmigrantes europeos, pero me parece
sensato repetir el viejo dictum norteamericano: If is not broke, don´t fix it. Si algo no está roto, no lo arregles.
El primer contacto más o menos directo con el
peronismo lo tuve a principios de los años setenta en Madrid. Fue con
Jorge Antonio, un amigo íntimo y asesor financiero de Perón. Me
interesaba mucho tratar de entender cómo un exiliado con casi dos
décadas de extrañamiento, aislado en una mansión madrileña, podía seguir
siendo el eje de los acontecimientos políticos de su país.
El expresidente vivía en Puerta de Hierro con su
esposa María Estela y la casa, según me contara Jorge Antonio –quien me
pareció una persona agradable y muy inteligente—era visitada
constantemente por José López Rega, a quien creo que ya le apodaban “el
Brujo”. Mi impresión es que Jorge Antonio no los quería demasiado. Tal
vez les parecían una influencia negativa en el entorno de Juan Domingo
Perón.
La historia que entonces me hizo me preocupó. Parecía
sacada de un episodio de “La familia Adams”, una popular serie cómica
de esa época basada en chistes y situaciones de ultratumba. Según Jorge
Antonio, el ataúd con los restos de Evita Duarte, la primera esposa de
Perón, estaba en el garaje, lo que ya era bastante sorprendente, y María
Estela se acostaba sobre él para recibir los efluvios mágicos y el
carisma de la popular señora, muerta de cáncer en la plenitud de su vida
y en la cima de su influencia.
Si la anécdota era cierta, ¿cómo podía tomarse en
serio a un dirigente político que participaba o permitía un
comportamiento tan irracional en su propia casa? Esa extraña idolatría a
los muertos ¿no descalificaba a su líder ante los ojos de los
argentinos? La tolerancia con la corrupción o con el autoritarismo era
lamentable, pero ¿no resultaba peor aceptar que “el Jefe” vivía en medio
de una atmósfera fantasmagórica dominada por los espíritus, como si
fuera una novela de Isabel Allende, la gran escritora chilena?
Tampoco me gustaba la letra del himno peronista, especialmente el estribillo laudatorio: “¡Perón, Perón, que grande sos! ¡Mi general, cuanto valés! ¡Perón, Perón, gran conductor, sos el primer trabajador!”.
No sólo Perón vivía en un ambiente irracional de
culto a los muertos, sino estimulaba la existencia del caudillismo más
nocivo y delirante, como si él fuera la encarnación de la patria.
Si Perón tenía de sí mismo esa visión mesiánica
bordeaba la sinrazón, pero si no la tenía y actuaba como si la tuviera,
estábamos en presencia no del primer trabajador, sino del primer
manipulador.
Aquella pícara anécdota contada a varios periodistas,
y entre ellos a Plinio Apuleyo Mendoza, sobre el carácter plural de una
sociedad en la que había, como en todas, conservadores, liberales,
radicales, socialistas, comunistas o democristianos, pero en la que
todos acababan siendo peronistas, traslucía el hecho enfermizo de un
pueblo en el que acaso la mayoría había abdicado de la función de
razonar independientemente, depositando en el caudillo la facultad de
pensar.
Peor todavía: la influencia del caudillo podía
transmitirse en forma de herencia. Evita llegó a ser una figura icónica
porque era la mujer de Perón. Pero luego el fenómeno se propagó aún más
peligrosamente cuando una mayoría de argentinos aceptó felizmente el
liderazgo de su viuda María Estela. ¡Bastaba con haber compartido el
lecho de Perón para convertirse en la cabeza del país! ¿Se quiere un
síntoma mayor de desquiciamiento colectivo?
Simultáneamente, resultaba muy imprecisa la
influencia ideológica de Perón sobre los argentinos. Era evidente una
primera impronta fascista, especialmente mussoliniana, con la adopción fiel de la Carta del Lavoro
por parte del obrerismo peronista, y por el discurso nacionalista,
anticapitalista y anticomunista de Perón, así como su rechazo a los
partidos políticos y, en definitiva, a la democracia liberal, pero esas
posturas no constituían exactamente una ideología, un modelo de Estado
ni un método de gobierno.
Esos rasgos, que a veces se limitaban a las consignas
retóricas, eran, simplemente, las señas de identidad del peronismo y de
su fundador, un militar carismático, dotado de gran simpatía natural,
que conocía de cerca la experiencia italiana y se había deslumbrado con
la figura de Benito Mussolini durante los casi tres años que fue
agregado militar en Italia, entre 1939 y 1941, cuando parecía que las
fuerzas del Eje triunfarían en la Segunda Guerra.
Esa imprecisión doctrinaria provocó no que todos
fueran peronistas, sino que el peronismo pudiera encarnar en cualquier
cosa que se colocara bajo esa etiqueta. Ha habido peronistas
autoritarios y demócratas, anti y pro capitalistas, socialdemócratas y
liberales, pro-americanos y pro-hitletistas.
Perón, que había sido pro-eje, terminó declarándole
la guerra a Japón y a Alemania, cuando Alemania ya estaba vencida y a
punto de rendirse, pero luego propició la secreta instalación en el país
de asesinos nazis como Josef Mengele o Adolf Eichmann, entre otros
evadidos de la justicia de Núremberg.
Era, pues, una doctrina que desafiaba los dos
principios básicos de la lógica formal, atribuidos a Aristóteles: el de
identidad –una cosa es igual a sí misma—y el de contradicción, una
proposición y su negación no pueden ser simultáneamente ciertas. Si A es
diferente a B, B no puede ser igual a A.
El peronismo podía ser demócrata y antidemócrata, fascista y antifascista, capitalista y anticapitalista. Ahí cabían, como en Cambalache, “todos revolcaos”, gentes de todas las tendencias, desde pronazi y profascistas a comecuras y militares conservadores.
Luego llegaron los montoneros de pistola al cinto;
José López Rega, iniciador de la guerra sucia contra la oposición
armada; Norberto Ceresole, fascista de una extraña corriente islámica
que acabó asesorando a libios e iraníes; Héctor Cámpora, una persona, al
menos, muy desorientada. Carlos Menem, que privatizó las empresas del
Estado con un criterio, digamos, neoliberal, y Néstor y Cristina
Kirchner, flor de pareja, como los llamó Mario Vargas Llosa, que
comenzaron la reestatización del país en sintonía con los disparates
chavistas del Socialismo del Siglo XXI. Una extraña amalgama.
Con Perón simpatizaban y tuvieron buenas relaciones
Rafael Leonidas Trujillo, Muamar el Gadafi, Alfredo Stroessner,
Francisco Franco, Hugo Chávez, Fidel Castro y Augusto Pinochet, dictador
chileno con el que firmó algunos tratados poco después del golpe contra
Allende, encuentro que acaso fue el inicio, como alguna gente sospecha,
de la Operación Cóndor.
¿Por qué esa ductilidad? ¿Hay forma de definir el
peronismo de una manera sencilla y lógica? Lo ha intentado,
recientemente, el venezolano Américo Martín, un brillante jurista que en
los sesenta, cuando era un estudiante de Derecho, pasó de la
socialdemocracia al comunismo y se convirtió en comandante guerrillero a
la manera castrista, alzado contra el gobierno democrático de Rómulo
Betancourt, girando luego, paulatinamente, en sentido contrario, hasta
transformarse en un defensor de la democracia liberal.
Dijo Américo en un artículo reciente: “La fórmula
acuñada por Perón para el servicio de sus epígonos argentinos y
latinoamericanos se resume pues así: populismo extremo, retórica hueca,
pragmatismo sin límites y dictadura militar sancionada por la
revolución”.
¿Será eso? No lo sé. Lo que parece inevitable es que,
tras la accidentada y fallida presidencia de CFK, otro peronista, acaso
muy diferente, ocupará la Casa Rosada. Será Sergio Massa, Mauricio
Macri, Alberto Rodríguez Saá, cualquiera, todos distintos, pero
extrañamente emparentados (uno y trino se decía en el catecismo sobre el
Misterio de la Santísima Trinidad).
En España más de una vez escuché o leí un verso muy
citado de Walt Whitman que acaso resume el fenómeno desde una
perspectiva lejana: “me contradigo, y qué”. O sea, el perfecto lema para
colocarlo en el pórtico del manicomio.
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