por Carlos Alberto Montaner
Nunca me imaginé que alguna vez sería el autor del artículo que sigue.
Escribí sobre el caso de Ángel Castro, un campesino
gallego semianalfabeto, como era propio de la época, padre de Fidel y
sus hermanos, que llegó a Cuba sin dinero y se convirtió en un rico
empresario agrícola.
Expliqué que de su ejemplo se deriva una lección de
economía que debió servirle a Raúl Castro, y unas cuantas personas
–incluidos los guerreros de Internet que la dictadura dispone para estas
sucias tareas– decidieron insultarme a mí, a Lina Ruz, a D. Ángel, su
marido, un señor muerto en 1956 que tuvo 9 o 10 hijos, y dos de ellos,
Fidel y Raúl, resultaron nefastos para el país. Un matrimonio del que
nadie hablaría, a no ser por algunos de los hijos que engendró.
De la misma manera que no se me ocurriría condenar a
los padres o hijos de Batista o Machado, no entiendo por qué la familia
de Fidel Castro debe padecer esos ataques personales. Si casi nunca
podemos elegir a nuestros amigos, porque nos los imponen las
circunstancias, y jamás a nuestras familias, por lo menos aprendamos a
escoger juiciosamente a nuestros enemigos.
Hay una vieja norma no escrita del periodismo y de
las rivalidades políticas que me parece prudente observar: se respeta a
la familia de los adversarios y no se utilizan informaciones sobre la
intimidad de las personas para tratar de desacreditarlas. Esa indecencia
la hace la dictadura cubana y, entre otras razones, por ello se trata
de un régimen despreciable.
En realidad, no entiendo la inquina contra Ángel
Castro o contra su esposa, Doña Lina Ruz. Si es verdad que fue un
empresario abusador que asesinaba haitianos, lo cierto es que nunca fue
acusado ante los tribunales por esos crímenes. ¿Por qué no hay rastro
judicial de esa barbaridad? En Santiago había autoridades consulares
haitianas. ¿Por qué, si ello es cierto, cuando Ángel y Lina mandan a
sus hijos pequeños a Santiago lo hacen a la casa de unos haitianos?
También ignoro si es veraz la información, muy
difundida, de que, por las noches, D. Ángel movía la cerca para robarles
tierra a sus vecinos. Como en el caso de los haitianos, ¿por qué no hay
rastros judiciales de pleitos por la tenencia y propiedad de la tierra
que involucren a Ángel Castro?
La geofagia, como creo que se llama el delito, no me
sorprende, y sospecho que se practicaba con cierta abundancia en
aquellos tiempos, pero sí la pasividad de los terratenientes cuyas
propiedades colindaban con las de D. Ángel.
¿Por qué se dejaban robar? ¿Eran mancos estos
personajes? Los que yo he conocido no lo parecían. Más bien era gente
adicta al machetazo rápido o, como dice el soneto que retrata a los
mambises, al “Colt y a la escopeta”. ¿Podía un gallego sin grandes
conexiones despojarlos impunemente de sus propiedades?
No dudo que D. Ángel, mientras pudo, les pagara con
vales a los trabajadores, pero ésa debió ser una deleznable práctica,
tan habitual que hubo que legislar contra ella.
Probablemente, Ángel Castro no era un patrón generoso
(casi nunca lo son) que se desvivía por ayudar a sus empleados (pese a
que llevó el correo, la escuela y el cine a sus predios), ¿pero cuántos
cubanos lo eran en aquellos años?
¿Qué sucede hoy, en el siglo XXI, en las haciendas
azucareras de República Dominicana? Objetivamente, quienes en
Centroamérica y el Caribe solían ser más humanos con los trabajadores
agrícolas eran las empresas norteamericanas (la United Fruit Company, por ejemplo, que les fabricaba escuelas, hospitales y casitas rurales).
Es obvio que Ángel Castro tuvo relaciones
extramatrimoniales con Lina cuando la muchacha era muy joven, aunque la
edad legal para las relaciones sexuales consentidas debió ser entonces
más de 13 años (como en la España actual).
También es un dato cierto que se casó con ella tras
la muerte de su primera mujer, cuando sus hijos con Lina eran
adolescentes o estaban “creciditos”, pero ése era un drama rural
absolutamente cotidiano y casi banal. Más del 70% de los niños en el
campo cubano en aquella época nacían fuera del matrimonio. ¿De dónde
viene esta postura calvinista entre cubanos?
Quienes la emprendieron contra Doña Lina también la
acusan de infidelidad y de que Raúl no es hijo de D. Ángel. En realidad,
si Doña Lina tuvo o no relaciones fuera de su matrimonio no me consta y
me importa poco. Le dejo esas infamias a la Seguridad del Estado, que
se dedica a proteger la honra de las esposas de los dirigentes de la
revolución y a vigilarles la entrepierna, como narro en mi novela La mujer del coronel a partir de una historia real.
En España, donde residí 40 años, aprendí que el 8% de
los niños nacidos en un hospital de maternidad de Barcelona y en otro
de Bilbao, no eran hijos de quienes creían ser sus padres biológicos.
Fue una prueba ciega, así que lo único que se supo fue el dato
porcentual de infidelidades terminadas en embarazo. En Cuba debió ser
por el estilo. Lo supongo, pero creo que es un asunto menor.
No obstante, en enero de 1961 coincidí en La Cabaña
con Felipe Mirabal, el oficial del ejército de quien se decía que era el
padre de Raúl porque en los años veinte y treinta del siglo pasado era
jefe de la Guardia Rural en esa zona. Como nos hicimos amigos, le
pregunté si era verdad que era el padre de Raúl y me lo negó
enfáticamente. Podía estarme mintiendo, porque en esa época no era
saludable aceptar esa responsabilidad, pero no me lo pareció.
En todo caso, Lina Ruz era una buena mujer que
deseaba que sus hijos se criaran en la fe católica y estudiaran, dado
que ella, muy pobre, tuvo que ponerse a trabajar desde que era una
adolescente. Por eso los envió a todos (menos a Ramón, que se empeñó en
ayudar a su padre) a caras escuelas religiosas, muy afamadas. Dos de sus
hijos, Fidel y Raúl, se desviaron de ese camino y se convirtieron en
matones dotados de una siniestra ideología, pero ¿qué culpa tienen Lina
Ruz o Ángel Castro de ello?
Esta pobre mujer murió muy disgustada con Fidel y
Raúl porque habían establecido una dictadura comunista y porque habían
estatizado la hacienda de Birán, producto, esencialmente, del trabajo de
su marido y el de ella misma. Esto lo cuenta con toda claridad Juanita
Castro en su libro de memorias, una obra fundamental para entender cómo
funcionaba esa familia.
En definitiva, yo no creo que Ángel Castro le haya
hecho honor a su nombre y admito que no debió haber sido un seráfico
espíritu alado, pero sí fue lo que conté: una persona emprendedora, ni
mejor ni peor que cientos de propietarios rurales de aquellos tiempos.
Alguien que creó riqueza con su trabajo incesante y murió millonario.
Fue uno de los miles de empresarios que lograron convertir a Cuba en
una de las naciones más desarrolladas de América Latina durante los 56
años que duró nuestra pobre República.
Un periodo, por cierto, casi similar al que les ha
tomado a Fidel, a Raúl, y a la patulea marxista-leninista, demoler
metódicamente cuanto allí se hizo, precisamente por no haber entendido
nunca la importancia de la propiedad privada, de los emprendedores y de
la libertad: la política y la económica.
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