Por: MIGUEL ÁNGEL
LANDA
Fuente: Frente Patriótico
Lo confieso: no tengo idea en donde estoy ni para donde voy.
Las que fueron mis referencias para ubicarme en Venezuela han desaparecido. Es
como volar en la niebla sin radio y sin instrumentos. Nací y crecí en Caracas
pero ya no soy caraqueño: no me encuentro a mi mismo en este lugar convertido
hoy en relleno sanitario y manicomio, poblado por sujetos extraños,
impredecibles, sin taxonomía.
A lo largo de mi vida recorrí casi todo el país, lo sentí,
lo incorporé a mi ser, me hice parte de él. Hoy no lo reconozco, no lo
encuentro. El extranjero soy yo. Ocho generaciones de antepasados venezolanos
no me ayudan a sentirme en casa. Nos cambiaron la comida, los olores de nuestra
tierra, los recuerdos, los sonidos, las costumbres sociales, los nombres de las
cosas, los horarios, nuestras palabras, nuestras caras y expresiones, nuestros
chistes, nuestra forma de vivir el amor, los negocios, la parranda, o la
amistad. Forzosamente nuestro cerebro y nuestro metabolismo se fueron al
carajo, ese ignoto lugar carente de coordenadas.
Hoy somos zombis, ajenos a todo, letras sin libros,
biografías de nadie. Nos quedamos sin identidad y sin pertenencia. Una forma
muy ocurrente de expatriarte: en lugar de botarte a ti del país, botaron al
país y te dejaron a ti. Hoy Venezuela agoniza en algún exilio, pero no en un
exilio geográfico. No, Venezuela se extingue aceleradamente en un exilio de
antimateria, sin tiempo ni espacio. Cualquiera sea el intersticio cuántico en
donde se desvanece Venezuela, no podremos llegar a él.
El país desapareció de la memoria de las cosas universales;
no existen unidades o instrumentos capaces de medir su extraña ausencia. No hay
un cadáver que sepultar, ni sombra, huella, o testamento que atestigüen una
muerte. Todo se perdió en un críptico agujero negro. Más que una muerte esto ha
sido una dislocación en el espacio-tiempo.
Pronto se dirá: “¿Venezuela? Venezuela nunca existió.” Se me
ocurre que en ausencia de muerte formal procede ausencia de llanto. Aquí no
habrá velorio. La cosa no merece ni un palito de ron. Los pocos dolientes
potenciales que pudieran darse, se irán poco a poco al mismo no-lugar en donde
el país se escurrió para desvanecerse para siempre.
Extraño final para un
país: no pudimos ni siquiera ser un Titanic y hundirnos con algo de tragedia y
romanticismo. La elegancia no fue precisamente una de nuestras características
como pueblo. No tendremos el honor lúgubre de ser Pompeya. No se hablará de
nosotros como de Nínive o de Troya. Nunca podrá algún Homero contar que tuvimos
un Aquiles. No seremos lana para tejer leyendas. Nuestro final solo nos dejará
vergüenza.
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