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domingo, 28 de octubre de 2012

Colombia, de narcoguerrillas a narcoestado

Por: Carlos Alberto Montaner
Fuente: Nuevo Herald
 Es muy improbable que las conversaciones de paz entre el gobierno colombiano y las narcoguerrillas de las FARC lleguen a buen fin. Incluso, es posible que no sean una buena idea. Y la razón es muy simple: el estado colombiano no está sentado en una mesa de negociaciones con un grupo de patriotas violentos que han recurrido al crimen y la violación de la ley para lograr un objetivo político.

Eso eran el IRA irlandés, la ETA vasca, incluso el M-19 colombiano o el Irgún israelí al que perteneció Menájem Beguin, quien, además de llegar a ser un notable primer ministro de Israel, alcanzó el Premio Nobel de la Paz en 1978. Las FARC son otra cosa.

Las FARC, que hace casi medio siglo comenzaron sus actividades como brazo armado del Partido Comunista soñando con crear en Colombia una sociedad similar a las que preconizaba la URSS, autoritaria y colectivista, pero, al fin y al cabo, surgida de ciertos ideales, en el camino empezaron a financiarse gracias al narcotráfico, los secuestros y la extorsión, orillando el proyecto político original hasta el punto en que los medios sustituyeron a los fines. Sencillamente, se trasformaron en una enorme máquina dedicada al delito, más cercana y parecida a los cárteles de la droga que a las organizaciones revolucionarias violentas.

Si esto es así, ¿por qué los narcoguerrilleros de las FARC accedieron a participar en unas negociaciones de paz? La hipótesis más difundida es que los ataques de los militares colombianos les habían hecho mucho daño a partir de la estrategia del presidente Álvaro Uribe y temían resultar liquidados, como les sucedió a Raúl Reyes, a Mono Jojoy y a Alfonso Cano, tres de los más importantes jefes militares de la organización abatidos por la aviación nacional.

Otra probabilidad es que pensaran, siguiendo el ejemplo de los vietnamitas en los años setenta, que negociar con el enemigo mientras continuaban los combates, acabaría por debilitar la voluntad de lucha del adversario hasta desmoralizarlo totalmente. Dialogar, si ese es el razonamiento, es una táctica de lucha más que un cambio de estrategia, lo que explicaría el tono arrogante y triunfalista con que se han sentado a la mesa.

Una tercera motivación, compatible con las dos anteriores, es el triunfo de la visión chavista de la toma del poder: conquistar el gobierno por la vía electoral, aunque, como sucedió en El Salvador, en una primera fase pudieran aupar a un candidato independiente, informalmente comprometido con las narcoguerrillas.

Entre las enormes ganancias que les produce el narcotráfico, más la fabulosa ayuda que les puede entregar Hugo Chávez, no es descabellado pensar que las FARC, parapetadas tras otras siglas, pueden creer en una entrada victoriosa y pacífica en la Casa de Nariño. Tampoco es un error suponer que eso, exactamente, es lo que les recomendaría Raúl Castro, a estas alturas desconfiado de todas las guerras convocadas por su hermano que él apoyó en su turbulenta juventud.

Pero, tan importante como el por qué las narcoguerrillas se sientan a conversar, es el para qué una organización consagrada al delito da ese paso e intenta llegar al poder por otras vías.

A mi juicio, la única explicación racional es la pretensión de convertir a Colombia en un narcoestado, a una escala mucho mayor de lo que el general Noriega hizo de Panamá en la década de los ochenta o algunos generales haitianos en su pobre país, comenzados los años noventa.

Ese escenario no es ninguna fantasía. ¿Para qué gestionar una vasta operación de narcotráfico escondidos en la selva cuando se puede hacer cómodamente desde el gobierno? ¿No hay junto a Hugo Chávez narcogenerales venezolanos que tratarán de conservar el poder cuando el presidente sucumba como consecuencia del grave cáncer que lo afecta? ¿Qué poder puede oponerse a una alianza entre dos narcoestados del tamaño y la importancia de Colombia y Venezuela?

Y si éste está errado, ¿cuál es el análisis acertado de las conversaciones de paz que se llevan a cabo en La Habana? ¿Se puede pensar que esas encallecidas narcoguerrillas, atemorizadas por la derrota, están dispuestas a desarmarse con el único objeto de integrarse en la vida pública colombiana o en la sociedad civil a cambio de impunidad por los crímenes cometidos? Francamente, no lo creo. No es así como actúan las organizaciones criminales.

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