No me sumaré al coro de felicitaciones por los reales o
presuntos logros de la oposición el pasado domingo. Hubo un avance en
número de votos y reconozco el esfuerzo realizado por el candidato
unitario, su equipo y los millones de venezolanos que aportaron sus
empeños a la causa democrática. Pero derrota es derrota y la del 7 de
octubre fue contundente. Varias encuestas lo pronosticaban pero
preferimos creer las que generaban buenas noticias, con débil
fundamento.
Me parecen excesivos los halagos y alabanzas con
relación a lo ocurrido. Como sabemos, las expresiones de civilidad y
respeto del Presidente no durarán mucho y no debería sorprendernos una
nueva ofensiva, destinada a radicalizar el proceso y cumplir lo
prometido: hacerlo irreversible.
Me preocuparon el tono y ausencia
de contenidos en las manifestaciones de varios líderes opositores el
pasado domingo, cuando aparecieron por televisión en medio de la
incertidumbre entonces imperante. Cebe preguntarles si creen que están
en Suiza o Dinamarca, en el marco de una democracia normal y mecanismos
electorales creíbles. Todos sabemos que no es así y, sin embargo, las
presentaciones de estos dirigentes transmitían un airecillo presuntuoso y
enrarecido, así como palpable autocomplacencia.
¿Soy acaso el
único en notar que la dirigencia opositora comienza a creer que lo está
haciendo de maravilla y a adoptar un tono irritantemente pomposo y
petulante? Sonrisas y deleite con el propio discurso se combinan con el
más craso populismo en las alocuciones de algunos de ellos.
Es
cierto, hubo un avance, pero por ello se ha pagado un costo. Me refiero a
la continua claudicación ideológica de la oposición, que ha adoptado
con bombos y platillos la agenda de Chávez. No dudo que el candidato de
la unidad tenía que asumir el tema social si deseaba comunicarse con las
mayorías, pero no creo que debió hacerlo pagando el precio de dejar por
completo de lado el carácter trágico que tiene lo vivido por Venezuela
estos pasados años, presentándose como el leal competidor en un torneo
equilibrado y justo.
Venezuela se ha convertido, entre otras
cosas, en el principal soporte de la perdurabilidad del despotismo
castrista, pero de ello ni una sola palabra por parte del candidato
unitario. No solamente asumió las dádivas y subsidios como un programa
permanente, sino que prometió multiplicarlos y darles carácter legal,
reforzando el camino de dependencia y sumisión abierto por Chávez a un
pueblo cada día más atado al Estado paternalista y depredador. El miedo a
la abstención les llevó también a callar ante los evidentes abusos,
mentiras, desmanes y desequilibrios de un árbitro y un sistema electoral
sencillamente deleznables, que hacen prácticamente imposible una
competencia legítima y balanceada.
Me he enfrentado a Hugo Chávez y
su rumbo destructivo desde el 4 de febrero de 1992 hasta el presente.
Pero siempre le he reconocido al caudillo “bolivariano” que tiene
convicciones firmes, que no anda con rodeos ni medias tintas, y que en
su alma no hay un vacío sino una mezcla de resentimientos y disparates
ideológicos que al final se vuelven creencias, por negativas que sean.
No percibo lo mismo en la oposición. Allí siento un vacío espiritual, un
ánimo de arreglo y contemporización a toda costa, una renuencia a
llamar al pan, pan, y al vino, vino. Además, la negación del pasado en
general, y de lo positivo de la república civil en particular, es
cuestionable. Negar el pasado es desnudar el futuro. Son actitudes que
debilitan; actitudes repudiables que revelan carencias esenciales.
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