Está muy bien abrirles los brazos a los desencantados y prometerles
el paraíso terrenal de la amistad, el entendimiento y la solidaridad.
Pero está muy mal meterlos en un mismo saco con los arrastrados y
felones. A esos, sin misericordia. Que beban la amarga cicuta de la pena
por su alta traición.
Palpo mucha angustia entre cierta dirigencia opositora por el qué
hacer con los chavistas, mucha preocupación entre ciertos precandidatos y
partidos por la masa de irresponsables que apalancan al teniente
coronel. Mucho deseo de no ofenderlos ni con el pétalo de una rosa.
Mucha carantoña. Mucha hermandad, promesas de reconciliación,
perdones adelantados. A veces hasta llego a pensar que algunos
demócratas de viejo o nuevo cuño – talanquerista arrepentido –
consideran más importante sobarle el lomo a un rojo rojito que a un
demócrata de verdad, de esos que perdieron sus empleos, sus familias,
sus vidas y comen cable desde que el golpista felón asaltara el Poder.
Lo comprendo: a enemigo que se retira, puente de plata. El problema
es que ni los veo retirándose ni dispuestos a pasar puente alguno. Que
no sea el del foso que nos separa, para terminar de descabezarnos y
convertirnos en morcilla. Por lo cual pienso que nuestros generosos
perdonavidas confunden las prioridades: la primera de las cuales es
acorralar, debilitar, quebrar la moral del enemigo, para obligarlo a
pedir cacao y solicitar puentes, así sean de latón. Y la segunda: darles
hasta con el tobo precisamente cuando están débiles, purulentos,
carcomidos por el cáncer.
Es lo que ellos han hecho. No les ha temblado el pulso para arrinconarnos, despeñarnos, reprimirnos y humillarnos.
¿O es que algunos de estos perdonavidas se olvidarán de los años de
mazmorra de nuestros presos políticos, condenados por la inmoral y
corrupta justicia de la Sra. Luisa Estela? No lo han hecho porque ellos,
fascistas de tomo y lomo, saben que la política es un duelo mortal. No
disparan balas de fogueo, como las de nuestros héroes de la Coordinadora
Democrática y nuestros editores de pajaritos preñaos. Disparan a matar.
Y después de matar, no preguntan. Afirman. El muerto al hoyo y el vivo
al bollo.
Cuenta Norberto Fuentes en su imaginaria pero muy documentada
Autobiografía de Fidel Castro que cuando muchachito del colegio jesuita
de La Habana y luego de golpear hasta reventarle su cabeza a un atrevido
compañero de aulas que lo llamó “judío” – Fidelito todavía no era
bautizado ni reconocido por el viejo Ángel Castro – le respondió al
escandalizado curita que llegó a separarlos que le había dado porque
jamás se rindió, de acuerdo a la convención impuesta por los jesuitas:
se detiene el lance cuando uno de los combatientes se declara vencido.
Camino a casa, quien cuenta la historia desde su exilio en La Florida,
le narra a Fuentes que le recriminó a Fidel su mentira, pues el muchacho
gritaba desesperadamente que se rendía. “Allí hay que darles con todo” –
cuenta que le respondió Fidel -”cuando se han rendido”.
Y yo me pregunto: ¿se les perdonarán los 157 mil homicidios
instigados por el odio, la desidia y la complacencia de Hugo Chávez? ¿Se
les perdonará por los 60 mil millones de dólares regalados y el trillón
tirado a la basura? ¿Se les aplaudirá por la quiebra ética y moral de
nuestro país? ¿Nos olvidaremos de tanto sufrimiento, tanto crimen, tanta
corrupción y tanto deliro en aras de la “unidad nacional”? Una sola
respuesta: más vale solos que mal acompañados. Depurados que
corrompidos. Sanos que apestados.
La última gracia la protagonizan unos militares traidores que se bajan los pantalones ante la bandera cubana.
Trotski los fusilaba en el acto. Lenin los colgaba de una plaza
pública. Mao los degollaba sobre el sitio de la traición. No se diga de
Castro, que por quítame ahí esas pajas fusiló a Ochoa Sánchez y a Tony
de la Guardia.
Está muy bien abrirles los brazos a los desencantados y prometerles
el paraíso terrenal de la amistad, el entendimiento y la solidaridad.
Pero está muy mal meterlos en un mismo saco con los arrastrados y
felones. A esos, sin misericordia. Que beban la amarga cicuta de la pena
por su alta traición.
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