Perdidas.
Estaba perdida. Mas bien casi ida. Como cuando se siente que ya no más. Porque, ¿Cuántas veces te he perdido? ¿De cuántas formas te he perdido? ¿Cuánto tiempo llevo de pérdida en pérdida? Pérdidas que se suceden tan rápido que no dan tiempo a recuperarse, a rescatar, a olvidar.
Te perdí aquella vez que el cielo se vino abajo y los ríos buscando desesperados regresar a su cauce se llevaron por delante mis paseos de infancia por la Plaza de las Palomas, y hasta las vacaciones en Playa Verde con el inexperto papá recién divorciado. Se llevaron vidas, recuerdos, historias que aún están ahí, enterradas bajo palas de desidia.
Cuánto me he resistido a perderte. Cuántas veces me he negado a dejarte ir. Cuántas veces me he batido en duelo con la realidad que me muestra a cada instante que no estás ahí. Te he perdido en cada causa perdida. En cada uno de quienes se pierden en la miserable compra de conciencias. Te he perdido cada vez que gritas tu desesperación sin que nadie te escuche. Te pierdo en cada cárcel injusta y creo recupero con cada libertad. Algunas veces, egoísta que es uno, la pérdida duele más. Como cuando la barbarie puso a Gustavo Azócar tras las rejas y como siempre, no pasó nada. Entonces la rabieta por la pérdida tomó mi alma. Porque recordé, y recordar es lo peor que en medio del torbellino de la pérdida uno puede hacer. Recordé cuando cuatro años atrás, con motivo de su cumpleaños, compartimos un paseo en lancha ajena. Porque “Gustavo –le dije entonces- en la vida no hay que tener yates, ni aviones, sino tener amigos que los tengan…” Y nos reímos él, y yo, y otros amigos que como nosotros disfrutaban entonces de nuestras playas, aunque en lancha ajena. Ahí nos juramos el próximo encuentro: “Bueno, aquí nos vemos, -hice la cita- en noviembre, pa‘que celebremos mis cuarenta…” El plan se interrumpió con la más dolorosa de mis muchas pérdidas. La de la Patria como espacio físico, como lugar, como territorio. Y ya no quise cumplir más.
Recordé además una llamada cuando le tocó el turno a Gustavo. Su duda acerca de si enfrentar aquel juicio sin esperanza de
justicia, o salir de Venezuela. Le dije entonces algo que ya él había decidido: “Tu destino es la lucha política, y por eso tienes que quedarte. El mío es y será siempre el periodismo y sólo en libertad puedo ejercerlo”.
Y allí está Gustavo, gritándole al mundo con su encierro, cuánto de tí hemos perdido Venezuela. Cuántas veces te me has diluído en las manos manchadas de El Truhán.
Me siento como ausente frente a un gran escenario a escuchar a Hernán Gamboa tocar su cuatro. Cierro los ojos y siento que te perdí. Que ya no hay Venezuela para mí. Hasta que el imprudente músico hace lo suyo y para cerrar un impecable concierto entona aquella canción que se ha convertido en compromiso de vida. No la canta completa. Se concentra en la frase definitiva: “…..si algún día tengo que naufragar, y el tifón rompe mis velas…enterrad mi cuerpo cerca del mar, en Venezuela…”
Entonces me doy cuenta que vuelvo a caer. Que me niego a perderte. Que me rebelo a sacarte de mí. Que soy una reincidente. Y empiezo nuevamente…¿Hasta la próxima pérdida?.
NOTA DE LA ADMINISTRADORA: Como duele sentir que perdemos la Patria. Duele el alma!
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