Chávez fue el que empezó a jugar con ese fuego. Su primera opción, su
herramienta preferida, siempre fue la violencia y lo demostró sin duda
en dos golpes de Estado fallidos y en su campaña electoral, hace ya casi
veinte años. Eso está lejos, por eso quizás lo hemos olvidado, pero así
fue. Mientras fue presidente, solo se disfrazó de cordero unos meses,
mientras terminaba de tomar las riendas tras ganar las elecciones, pero
poco después su verdadera naturaleza se mostró sin tapujos. Su
“revolución”, si es que así puede llamarse al pasticho ideológico que lo
motivaba y que ahora nos sigue ahogando, era “pacífica, pero armada”,
lo dijo cientos de veces. Los que no le reíamos las gracias éramos, y
aún somos, “traidores”, “escuálidos”, “apátridas”, “terroristas”,
“criminales”. Las decisiones de los tribunales que no le gustaban eran
“plastas”. A su mujer lo que le daba era “lo suyo” y cuando el pueblo
rechazó su propuesta de reforma constitucional, sobre su derrota lo más
que atinó a decir fue que se trató de una “victoria de mierda” para la
oposición, a la que varias veces, por cierto, dijo que iba a “demoler”.
El rencor, como los conflictos, el sexo y la violencia son rentables. No solo son útiles para ganar rating
en la TV. Políticamente hablando, son la delicia de los populistas.
Llaman más la atención, calan más en las masas, el chisme (o eso de
acusar a la gente de cuánta cosa se les ocurra, sin pruebas), las
amenazas, los insultos, las poses de matón desaforado y el chauvinismo
ramplón, que la ponderación, el respeto, la discusión civilizada, la
calma y los llamados a la unión y a la paz. Arrastramos, aunque nos
duela, la tara política y cultural de confundir el abuso con la
autoridad, el miedo con el respeto y el grito con el argumento ¿O no
hemos hecho nuestro el refrán que reza que “autoridad que no abusa no es
autoridad”? Nos convence más, y aún parece ser así, el que se planta
ante una pantalla a dar “peñonazos”, “tubazos” o “mazazos”, con cara de
arrecho y como si estuviera “furioso”, o el que finge burda campechanía
hablando, como gobernante y al país entero, como si estuviera echándose
palos con sus panas en una taguara, que el que modera el tono y
contrapone ideas y razones buscando hallar entre nosotros puntos de
unión, que no desencuentros ni rencillas.
Así somos, lamentablemente. Chávez lo sabía, sus seguidores, los
pocos que le quedan, lo saben también, por eso no se salen de esa línea.
Es la única manera que conocen para que “el tren”, y el sentido que se
le da a la palabra en nuestras cárceles es deliberado, no se les
descarrile. El tiempo ha demostrado que la estrategia no buscaba solo de
poner de manifiesto el descontento, quizás alguna vez legítimo, ya no,
que algunas equivocaciones pasadas hubieran podido generar en un grueso
sector de la población que, con justas razones, pudo haberse sentido
excluido y marginado antes de que Chávez llegara al poder. Pero ya no
hay excusa, cuando el poder se acostumbra a culpar al pasado de todos
nuestros males, no puede dejar pasar mucho tiempo (y repito, llevamos en
esta triste homilía ya casi veinte años, casi la mitad de lo que según
sus detractores duró la “cuarta república”) porque si deja que los años
pasen y se le vengan encima llega un momento en el que, aunque se crea
“presente”, ya es en realidad “pasado”. Por eso afirmo que la cosa iba
más allá.
La “gasolina” del amor del pueblo, en manos de incapaces, se agota
muy rápido. Y con hambre no dura nada. Las barrigas no se llenan con
ideologías ni con chácharas populacheras. Por eso había que convertir
ese descontento originario en rencor desaforado y de allí pasar a la
reivindicación de la violencia como arma o herramienta “legítima” en la
política y en cada uno de nuestros espacios. Así sería fácil
instrumentar luego el miedo como estrategia y usarlo después a
conveniencia para hacer valer las propias pretensiones, en este caso,
las muy privadas y personales de los que nos han usado, porque pueblo
somos todos, para quedarse en el poder y gozar de sus ventajas, a costa
de lo que sea. O “como sea”, según lo ha dicho ahora el mismo Maduro.
Por eso ahora se ve lo que se ve. Al parecer, usar un arma, torturar,
cometer crímenes políticos, e incluso llegar al asesinato de opositores
sin que pagues por ello lo que la ley dispone no requiere de más
permiso que el de llevar una franela roja puesta. Si es “a nombre de la
revolución”, no hay pecado imperdonable, si es “contra la revolución”
hasta un tuit, y no digamos un artículo como este, puede llevarte a la
cárcel como si fueses el más terrible criminal. Si eres absuelto cuando
haces y deshaces lo que te plazca contra tus hermanos que piensan
distinto eso no lo decide un tribunal con base en la ley, sino el poder
desde una cadena nacional. La verdad no importa, la justicia menos. La
impunidad y la tergiversación son la regla, la muerte es costumbre, las
carencias y el atraso son la norma. Cuando me hablan de “el legado”,
aunque a muchos les parezcan duras mis palabras, no veo luces ni
destellos, no veo avances ni progreso, es oscuridad lo que veo.
Y yo me pregunto ¿Es esto lo que todos queremos? Por más que me afano
no puedo imaginar lo que pasa por la mente de aquellos que, como ahora
acaba de pasar, son capaces de abrir fuego y de matar a otro ser humano
solo porque los que les dirigen, desesperados ante su inminente derrota
electoral, les dicen que eso es lo que toca porque a la revolución “hay
que defenderla hasta la muerte”. Hasta la muerte de otros, claro, la de
los demás, por supuesto ¿No tienen ustedes, si es que me leen, hijos,
hermanos, padres o amigos? ¿Y si mañana alguien se cansa y decide, Dios
no lo permita, combatir el fuego con más fuego? ¿Cómo se sentirían si el
que es asesinado en un mitin oficialista es alguien amado por ustedes?
¿Es así, con el mismo miedo que ustedes buscan inspirar en otros, como
quieren vivir de ahora en adelante? ¿Estarían estos desbocados asesinos
dispuestos a aguantar un país en el que, si otros tan perversos como
ellos llegan al poder, sus vidas no valdrían ni lo que cuesta una bala?
¿O es que de verdad creen, ilusos, que son intocables y que nada
cambia? Nada es eterno. Si no me creen, pregúntenselo al “comandante”. Y
nadie es intocable. El credo de la violencia no respeta ni a los que
más lo profesan, y si esta “revolución” ha demostrado algo es que usa y
se ceba, con particular malicia, en sus propios “hijos”, cuando así le
conviene.
Es verdad, hoy escribo desde una profunda tristeza que, de tan
profunda, se parece mucho a la rabia, pero tengo una hija de ocho años y
un bebé en camino a los que les debo el legado, éste sí debe llamarse
así, de un mejor país. Por eso, como no sé disparar ni me interesa
parecerme a los que hacen de la muerte su consigna, pese a todo, pese a
las intimidaciones y los abusos, pese al miedo y pese a los crímenes que
hoy cometen, voy a votar la semana que viene. Allá los espero, a todos.
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