Por: Alexis Alzuru
Fuente: La Patilla
Los líderes del Estado forajido tienen una visión peculiar del quehacer
político. Su comprensión no tiene nada que ver con la que poseen los
jefes de naciones reguladas por normas mínimamente razonables. Incluso,
la argumentación que ofrecen sobre la persona, el poder, la dominación,
la represión y el castigo los puede separar de la que contiene el
pensamiento autoritario. Lo cual se explica porque al colocar el poder
del Estado al servicio de criminales y terroristas se modifica la
política en sus fines, orientación y prácticas.
El dirigente del Estado forajido es un adicto a la dominación que
desdibuja las fronteras morales y legales; le tiene sin cuidado que sus
decisiones provoquen daño emocional, físico y material a los ciudadanos.
En su proceder se pueden identificar actitudes tan similares a las que
muestran los terroristas que no sería descabellado definirlas como
sociopáticas.
En países dominados por un Estado forajido es ineficiente recurrir a
elecciones a menos que sean el resultado de un amplio consenso popular.
Pues, en esas naciones los oponentes a la élite gobernante no controlan
las condiciones de votación ni pueden evitar la compra de conciencias.
Por supuesto, siempre está la opción de la guerra entre nacionales para
intentar derrotar a ese engendro de mil cabezas.
Sustituir la negociación política por la confrontación armada con
regularidad ha sido un incentivo importante para algunos inversionistas
inescrupulosos. Basta pensar que en Colombia hay quienes se oponen al
programa de paz que el presidente Santos intenta concretar, aun cuando
ese país tiene más de 50 años en guerra. Algunos recomiendan más
batallas y menos conversaciones en Cuba. Una opinión que no extraña
cuando se calcula el dinero que mueve esa pelea entre hermanos. Los
estudios refieren que Colombia cada año gasta el 6% del PIB en su propia
guerra. Sólo el rubro de dinamita y misiles significa una inversión
anual de 150 millones de dólares. Ahora bien, la documentación que
existe señalan que las guerras domesticas son usadas por los promotores
del Estado forajido. Entre otras cosas porque los conflictos nacionales
permiten que muy pocos se lucren, mientras la población empobrece, sufre
y muere.
Por supuesto, los gobernantes del Estado forajido defienden la tesis
según la cual la política es una extensión de la guerra. Ellos presumen
que sus peores enemigos son los ciudadanos, en general. De allí que se
dediquen a maniatar al individuo. Están conscientes de que su objetivo
es penalizar y doblegar, no el buen vivir y, menos aún, potenciar los
derechos y deberes que permiten que el hombre se realice como ser
autónomo.
Al Estado forajido hay que desmontarlo antes de su consolidación. El
caso de Siria no deja duda. Su tragedia enseña que un oportuno pacto
político entre las fuerzas internas es la mejor solución; pues las
instituciones de ese Estado son un engranaje que trabaja bajo la regla
de la complicidad recíproca. Se cubren las espaldas; lo cual debilita la
potencia renovadora de la Constitución y de los procedimientos que
establece.
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