8 DE FEBRERO 2015 - 12:01 AM
El padre de Gerardo Carrero se llama Gerardo Carrero. Habla sin parar. Como un tren furioso. Todo él es un despeñadero de palabras que intentan dibujar la apremiante
situación de su hijo preso en el SEBIN. Le molesta el lugar común que
dicta que nadie quiere más a un hijo que la madre. Es la quintaesencia
del fervor paterno. Tiene el temple de la gente de montaña. Una roca.
Hasta que se cansa de serlo en alguna frase y el dolor es como un animal
en sus ojos. El padre de Gerardo Carrero se llama Gerardo Carrero.
Tiene un koala a la altura del pecho que se le mueve como si quisiera
mudarse de sitio. El lo ajusta a cada rato, lo atrapa, lo devuelve a la
posición original. Será que le protege el corazón. Tendrá allí la piedra
de su ánimo. No sé. El padre de Gerardo Carrero se llama Gerardo Carrero y tiene las palabras exactas que le caben en su rabia. Ni una más.
***
A Gerardo Carrero lo detuvieron el 8 de mayo del 2014 en un campamento
de protesta de casi 350 carpas asentado frente a la sede de la ONU en
la Avenida Francisco de Miranda. Su delito: exigir la libertad de los
estudiantes detenidos. Las autoridades arrasaron con el sitio mientras
todos dormían en la boca de la madrugada. Hubo 243 detenidos esa noche. Carrero
fue trasladado al SEBIN del Helicoide. Un día inició una huelga de
hambre y el castigo fue inolvidable: lo guindaron esposado de una reja,
le forraron las muñecas con papel periódico (para evitar marcas) y lo
golpearon con una tabla. Estuvo doce horas en esa posición, humillado y
obligado por las circunstancias a orinarse encima de su propia ropa.
Luego decidieron llevarlo a la sede del SEBIN en Plaza Venezuela.
Bienvenido a La Tumba. Una pésima noticia.
***
El
padre viaja incansablemente a la capital a visitar a su hijo, a
preguntar por su caso, a hablar con gente, alguien tiene que ayudarlo,
alguien tiene que saber cómo. Del Táchira a Caracas y de Caracas al
Táchira es mucho autobús todas las semanas. Tuvo que dejar de trabajar
para ocuparse de todo. Su hijo tiene los brazos llenos de ronchas y pus,
me comenta una estudiante que lo ha visto en las audiencias. Gerardo
está desde el 26 de agosto del 2014 en La Tumba. Así le dicen los
propios carceleros. Es un sustantivo bien fundamentado. A ese sitio no
llega el sol. No puede. No alcanza. Son cinco pisos bajo tierra. Cinco
sótanos contra el sol.
Allí
la noche es un contrasentido: una luz blanca. Nadie la apaga nunca. Una
luz que insiste durante el día. Una luz que ofusca. Ya Gerardo olvidó
los detalles que diferencian al día de la noche. Las semanas son un
acopio amorfo de tiempo. No sabe si cuando come desayuna o cena. Ya no
entiende cuándo tener sueño o cuándo despertarse. Todo es un solo día.
Larguísimo. Apenas lo han asomado al sol tres veces en tanto tiempo. Y
le toman fotos para que parezca que así es siempre. Pero no. Es teatro.
Alguien le dio una pista para entender las vueltas de la tierra: “cuando
dejes de escuchar el sonido del Metro, son más de las once de la
noche”. Porque el Metro de Plaza Venezuela pasa cerca. Por algún lugar
de arriba. Pero a él no le gusta decirlo. Capaz y sus carceleros
prohíben que el Metro pase más por esa estación.
Lo mismo temen los otros dos estudiantes sumergidos en La Tumba: Gabriel
Valles y Lorent Gómez Saleh, deportados el 4 de septiembre del 2014 por
Colombia en tiempo record e imputados por conspiración, terrorismo e
instigación a delinquir.
Plaza
Venezuela es un hervidero de carros, mototaxistas, perrocalenteros,
peatones apurados, gente en diligencia. Es el centro exacto de Caracas.
Nadie sospecha que cien metros bajo tierra están confinados a la tortura
blanca tres estudiantes de este país. Sobre la superficie, en el ardor
del asfalto, sus padres deambulan sin cesar por el hilo de su angustia.
***
Yamile
Saleh visita a Lorent, su hijo, los días permitidos, lunes y viernes de
11 am. a 3 pm. Yamile también ha dejado de trabajar. Solía dedicarse a
la alta costura, pero la cabeza no le da para pensar en telas y
zurcidos. Tiene cinco meses sin agarrar una aguja. Ha consumido todos
sus ahorros. Al fin y al cabo es su único hijo. Ella es madre soltera.
Anda muy sola en todo esto. Le tocó mudarse. La acosaban telefónicamente
por ser “la madre del terrorista”. Le decían: “Ya sabemos quién eres y
dónde vives”. No aguantó. Quiere irse del país apenas termine la
pesadilla. Si termina. Aún así, carga los colores de la bandera en un
delgado collar. Viaja todas las semanas desde Valencia con dos álbumes
de fotos de su hijo con personalidades del fuero internacional. Cuando
se le ocurre hablar con los medios, recibe represalias. Mientras me
cuenta se le salen las lágrimas: “Mi hijo tiene siete años en esta
lucha. Me abandonó a mí. No terminó su carrera de Comercio
Internacional. No ha hecho lo propio de su edad: la playa, el cine, los
amigos”. Yamile repite su historia en todas partes. Se reunió con Tarek
William Saab, el nuevo Defensor del Pueblo, quien parece querer
demostrar que su antecesora, Gabriela Ramírez, fue un derroche de
omisiones a los deberes de su cargo. Al menos Tarek William ha recibido,
sin distinciones ideológicas, a muchos de los agraviados por el
régimen. Le prometió a Yamile, no la libertad de su hijo, pero sí un
mínimo de dignidad. Ella espera que cumpla, asomada día y noche en su
insomnio.
Le
comento del video de Lorent, exhibido en TV, donde habla por skype de
planes de lucha inadmisibles, altisonantes, contrarios a la vida. La
madre admite ciertos excesos, y otros los mete en el paquete de un
montaje. Pero no se trata de si es culpable o inocente, ella no pide su
liberación, solo ruega que lo saquen de La Tumba. Ha aprendido de
derecho, de custodios y tribunales. Su vocabulario está atestado de
palabras nuevas. La vida le dio un vuelco a la modesta costurera que hoy
solo habla de derechos humanos.
***
La
tortura blanca es impoluta. No deja huellas. No hay batazos en el
hígado. Todo ocurre con la asepsia de los cirujanos. Todo pasa adentro,
en los sótanos del cuerpo y de la mente.
El frío, por ejemplo. En los calabozos de La Tumba no descansa el frío. El aire acondicionado
les escupe su respiración de hielo a toda hora. Es como una nevera
eterna. Blanca, glacial, callada. La cama es de cemento. Tan tosca como
dura. El padre de Gerardo me cuenta que su hijo come en el suelo, y es
como pensar en un perro. Sus esfínteres dependen de un timbre. Debe
pulsarlo y esperar que alguien lo conduzca al baño. Los estudiantes
presos no se ven. Se gritan para saberse del otro lado. Las celdas
tienen cámaras y micrófonos ocultos que registran lo que hacen, cómo se
mueven, lo que piensan en voz alta. Su salud se ha llenado de diarreas,
fiebres y vómitos. Les asusta lo que comen. Les prohíben la visita de
sus abogados y médicos. No tienen teléfonos. No ven noticias. Tienen
meses sin oír una canción. El silencio es su techo, su pared, su piso.
No hay espejos. No saben ya cómo son. No tienen colores que ver, porque
allí el mundo es blanco y kaki, como el uniforme que visten. La vida mide apenas 3x2 metros cuadrados. La sensación es de estar enterrados vivos. De irse aproximando en cámara lenta hacia la muerte.
***
Un día le lanzaron a Gerardo
un papel roto en varios pedazos. Lo armó con paciencia. El saldo del
rompecabezas era una frase: “Leopoldo te abandonó”. A los tres los
hostigan psicológicamente: “¿Aún no se han suicidado?”. Persiguen su
quiebre. Una delación, eso buscan. “Terminen de portarse bien”, les
dicen los custodios. Lo cual significa, en castellano carcelario,
implicar a alguien en una declaración como conspirador, golpista o
terrorista. No importa quién sea: Leopoldo López, María Corina Machado,
Henrique Capriles, Alvaro Uribe. Con firmar un papel basta. Y ya. Salen
de La Tumba. A otra cárcel. Les juran que con sol.
Pero no. No hablan. No incriminan a nadie. Y la tortura se extiende como una mancha de aceite invisible por todo el sótano.
***
El papá de Gerardo
sigue viajando todas las semanas a verlo. Su único equipaje es la
rabia. Dice que su hijo le prohíbe sacar pendones o volantes con su
nombre. “Si no están los nombres de todos los estudiantes presos, no”,
le advierte. La madre de Lorent está agotada de verse llorar. Lo mismo
la madre de Gabriel Valles.
Muchos
organismos y personas han acudido a todas las instancias para denunciar
lo que en ese umbral del infierno sucede. Pero, según comentan, cuando
se trata de estudiantes y presos políticos el silencio de los tribunales
es la regla.
Por
encima de La Tumba pasan centenas de peatones todos los días sin saber
que cinco sótanos más abajo se encuentran tres estudiantes venezolanos
envueltos en una luz blanca bastante parecida a la muerte.
Es inadmisible que exista un lugar tan siniestro en nuestro país. Es la tumba blanca de los Derechos Humanos.
Vía El Nacional
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