Por: Jorge Cebrian
Fuente: Liberalismo Español
A finales del siglo XVIII, en Francia había estallado la Revolución y
con ella surgió un nuevo período en la historia: la Edad Contemporánea.
Esto no quiere decir que las gentes de esta época fuera consciente de
dicho cambio de Era, ya que las edades de las que se compone la
Historia, son una concepción creada por los historiadores para facilitar
el estudio y compresión del pasado.
Dicho esto, la Revolución francesa no había hecho más que empezar. En agosto de 1789 con la Asamblea Nacional constituida, muchos nobles renunciaron a sus privilegios y se abolieron los diezmos junto al régimen feudal.
El Feudalismo se basaba en la relación entre el señor (noble) y el siervo (campesino) siendo esta relación desigual (los campesinos trabajan y el señor les protege). El antiguo Régimen se estaba desvertebrando en Francia y poco después le seguiría España aunque no por mucho tiempo, como más adelante veremos.
La nueva Francia que estaba surgiendo ante la mirada del resto de Europa, necesitaba, según el diputado del Tercer Estado, Joseph Mounier, un preámbulo que enumerase los derechos fundamentales que la futura Constitución debía respetar. Tras varios días de propuestas y votaciones, se aprobaron finalmente 17 artículos a finales del mes de agosto de 1789. La Declaración Universal de Derechos del Hombre y del Ciudadano como así se denominó, fue redactada, y sus ideas principales serían: la libertad, la propiedad, la igualdad, la seguridad y la resistencia a la opresión.
Curiosamente, aparece un término que los estados totalitarios del siglo XX utilizarán con frecuencia en sus discursos infames: La Nación. Según el artículo III de la Declaración de Derechos, “la soberanía reside en la Nación”, lo que significaba atacar directamente al derecho divino del Rey Luis XVI y sus antecesores (“Por la Gracia de Dios”).
Otra idea como anteriormente hemos citado, era la igualdad. La igualdad en el Antiguo Régimen no tenía lugar, ya que los privilegiados estaban exentos de pagar impuestos y tenían una justicia diferente al resto. En la nueva Francia, habría igualdad ante la ley para todos, y los impuestos y contribuciones al mantenimiento del Estado seria de forma equitativa.
Para terminar, hay que destacar el último artículo, el 17: “Siendo inviolable y sagrado el derecho de propiedad, nadie podrá ser privado de él, excepto cuando la necesidad pública, legalmente comprobada, lo exige de manera evidente, y a la condición de una indemnización previa y justa”. La propiedad va a ser uno de los tres elementos que van a aparecer en el lema de la Revolución francesa: “Libertad, igualdad, propiedad”, considerada esta última como un derecho inviolable y sagrado.
Dicho esto, la Revolución francesa no había hecho más que empezar. En agosto de 1789 con la Asamblea Nacional constituida, muchos nobles renunciaron a sus privilegios y se abolieron los diezmos junto al régimen feudal.
El Feudalismo se basaba en la relación entre el señor (noble) y el siervo (campesino) siendo esta relación desigual (los campesinos trabajan y el señor les protege). El antiguo Régimen se estaba desvertebrando en Francia y poco después le seguiría España aunque no por mucho tiempo, como más adelante veremos.
La nueva Francia que estaba surgiendo ante la mirada del resto de Europa, necesitaba, según el diputado del Tercer Estado, Joseph Mounier, un preámbulo que enumerase los derechos fundamentales que la futura Constitución debía respetar. Tras varios días de propuestas y votaciones, se aprobaron finalmente 17 artículos a finales del mes de agosto de 1789. La Declaración Universal de Derechos del Hombre y del Ciudadano como así se denominó, fue redactada, y sus ideas principales serían: la libertad, la propiedad, la igualdad, la seguridad y la resistencia a la opresión.
Curiosamente, aparece un término que los estados totalitarios del siglo XX utilizarán con frecuencia en sus discursos infames: La Nación. Según el artículo III de la Declaración de Derechos, “la soberanía reside en la Nación”, lo que significaba atacar directamente al derecho divino del Rey Luis XVI y sus antecesores (“Por la Gracia de Dios”).
Otra idea como anteriormente hemos citado, era la igualdad. La igualdad en el Antiguo Régimen no tenía lugar, ya que los privilegiados estaban exentos de pagar impuestos y tenían una justicia diferente al resto. En la nueva Francia, habría igualdad ante la ley para todos, y los impuestos y contribuciones al mantenimiento del Estado seria de forma equitativa.
Para terminar, hay que destacar el último artículo, el 17: “Siendo inviolable y sagrado el derecho de propiedad, nadie podrá ser privado de él, excepto cuando la necesidad pública, legalmente comprobada, lo exige de manera evidente, y a la condición de una indemnización previa y justa”. La propiedad va a ser uno de los tres elementos que van a aparecer en el lema de la Revolución francesa: “Libertad, igualdad, propiedad”, considerada esta última como un derecho inviolable y sagrado.
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