Se consideró una de las grandes conquistas de la
democracia que los funcionarios públicos no tuvieran activismo político y más
aún que no participaran en las campañas electorales. Para dar el ejemplo el
Presidente de la República, apenas electo, renunciaba al cargo directivo que
venía desempeñando en su partido y además solicitaba una especie de excedencia,
en el sentido de que su militancia quedaba en suspenso mientras fuera Jefe de
Estado, eximiéndosele de disciplina de partido para que fuese por lo menos
formalmente presidente de todos los venezolanos. Y, por otra parte, el
Presidente de la República, que no podía optar a la reelección inmediata, tenía
prohibido participar en las campañas electorales, sean presidenciales,
regionales o municipales, a favor de los candidatos de su partido y en contra de
la oposición. Del cumplimiento estricto de este deber constitucional y legal se
encargaba el CSE.
Los funcionarios nacionales, regionales y municipales
(ministros, gobernadores, alcaldes, etc.) que quisieran participar en campañas
electorales debían renunciar a su cargo. Y efectivamente lo hacían. A tal fin,
las leyes electorales reglamentaron el precepto constitucional que aclara que
los funcionarios públicos están al servicio de la República, el Estado o el
Municipio, según sea el caso, y no de una parcialidad política. No podían, por
tanto, los funcionarios tener activismo político-partidista.
Aunque la Constitución de 1.999 repite el precepto de
la anterior de 1.961, hemos sufrido un retroceso. Los funcionarios públicos,
comenzando por el Presidente de la República, son jefes de partido, candidatos
de gobierno o de oposición, hacen política partidista todos los días y
participan activamente en todas las campañas electorales. De este modo,
prevalidos de la proyección mediática de sus cargos y del manejo de presupuestos
elevados, ejercen un verdadero monopolio de la política.
Esta se ha convertido
en una actividad reservada a los funcionarios públicos que desempeñan cargos con
presupuesto. Algo inconstitucional e
inmoral. Inconstitucional porque está prohibido por la Constitución. Inmoral
porque lesiona el patrimonio público, tanto porque el funcionario no se dedica
exclusivamente a su cargo, como es su obligación legal, como porque desvía
recursos presupuestarios al fomento de su imagen y al sostenimiento de su
maquinaria electoral.
Gobierno y oposición están incursos en esta conducta
reprochable, una verdadera involución política. Al incurrir en el mismo vicio la
oposición pierde autoridad moral. Se hace igual al gobierno, no encontrando el
pueblo diferencia entre ellos. Hay que acabar con esta inconstitucionalidad e
inmoralidad, para lo cual debe consagrarse para siempre la no-reelección,
declarar la incompatibilidad del cargo público con directiva en partidos, lo que
acarrearía la inhabilitación por años, y sancionar como delito electoral la
participación de los funcionarios públicos en las campañas electorales,
imponiendo las penas más severas a los altos cargos.
ACABEMOS CON ESTE RELAJO.
REFLEXIONES 10
21-06-13



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