Venezuela ha padecido la opresión como ningún otro país, y como ningún otro ha valorado la libertad
A la memoria de Simón Alberto Consalvi
En su historia bicentenaria, Venezuela
ha padecido la opresión como ningún otro país, y como ningún otro ha
valorado la libertad. Fue la primera en decretar la independencia y fue
la cuna del libertador. Su himno nacional es quizá el más antiguo de
todos. Hace unos días, el venezolano Gilbson P. Beltrán me mandó por
Twitter la que (según entiendo) es la versión original, tal como corría
—con guitarra barroca y voz— en abril de 1810 en las calles de Caracas.
La estrofa de inicio es la misma del himno actual:
Gloria al bravo pueblo
que el yugo lanzó
la ley respetando la
virtud y honor
que el yugo lanzó
la ley respetando la
virtud y honor
Pero, por algún motivo, la estrofa siguiente no se canta ahora. Puede escucharse con emoción contemporánea:
Pensaba en su trono que el ardid ganó
darnos duras leyes el usurpador
previó su cautela nuestro corazón
y a su inicuo fraude opuso el valor
darnos duras leyes el usurpador
previó su cautela nuestro corazón
y a su inicuo fraude opuso el valor
Con la sola excepción de Haití, ningún país iberoamericano, ni
siquiera México, sufrió una devastación similar a la de Venezuela en las
guerras de independencia. No obstante, fueron tropas populares
venezolanas las que contribuyeron decisivamente a la liberación de la
actual Colombia, Ecuador, Perú y Bolivia. En el camino, Venezuela perdió
una cuarta parte de la población y casi toda su riqueza.
Merecía un destino mejor, pero el personalismo político —la herencia
oscura del luminoso libertador— marcó su destino. A cada experimento de
institucionalidad política (como el que inicialmente encabezó José
Antonio Páez) siguió un período de inestabilidad, caudillismo y
violencia, y a la postre una larga dictadura, que lo mismo podía ser de
oropel y vanagloria (como la de Antonio Guzmán Blanco a fines del siglo
XIX) o de hierros, grilletes y sangre (como la de Juan Vicente Gómez, en
las primeras décadas del XX).
Frente al régimen de Gómez se alzó la Generación de 1928, que soñó
una Venezuela democrática y trabajó por ella. La integraban, entre
otros, Rómulo Betancourt, Jóbito Villalba y Miguel Otero Silva.
Tras la
muerte (en su cama, claro) del dictador en 1935, y luego de dos
gobiernos castrenses moderados, una alianza entre civiles y militares
propició las primeras elecciones libres en Venezuela, que llevaron al
poder a un renombrado escritor, Rómulo Gallegos. Casi de inmediato, el
golpe de Marcos Pérez Jiménez acabó con el ensayo. Siguió una dictadura
de diez años. Pero los demócratas no cejaron. Y por fin, en 1959,
Betancourt, Villalba y Rafael Caldera pactaron el advenimiento de la
democracia: la Cuarta República.
Todos sabíamos que el Chavismo
sin Chávez tendría fecha de
caducidad pero no esperábamos que esa fecha se adelantara
sin Chávez tendría fecha de
caducidad pero no esperábamos que esa fecha se adelantara
Desde los prolegómenos de su campaña hasta los tiempos postreros de
su vida, Hugo Chávez se empeñó en denigrar a la Cuarta República. Llegó
al extremo de postular la casi inexistencia histórica de Venezuela entre
la muerte de Bolívar (1830) y la llegada al poder del “nuevo Bolívar”
(el propio Chávez) y el establecimiento de la Republica Bolivariana en
1999. Pero la verdad es otra. La Cuarta República tuvo tres períodos
distintos. Los primeros tres lustros dejaron huella: fueron ejemplares
en su pulcritud democrática, su efectiva vocación social y su
extraordinario desarrollo económico. Los segundos quince años, marcados
por un súbito auge petrolero, tuvieron logros educativos y culturales
pero cayeron en el despilfarro y la corrupción, y condujeron a un shock económico que precipitó la violencia (el Caracazo
de febrero de 1989) y la deslegitimación generalizada del régimen. Ante
el desprestigio de la clase política y del ejercicio mismo de la
política, no es casual que resurgieran los viejos instintos
personalistas: poner la salvación del país en las manos de un hombre
providencial, el Comandante Hugo Chávez.
Algún día, por fortuna no muy lejano, los venezolanos que apoyaron a
Chávez tomarán conciencia del enorme costo que tuvo la reiterada
decisión de mantenerlo en el poder. Costo, para empezar, económico.
¿Cómo fue posible —se preguntarán, se preguntan ya— que los más de
800,000 millones de dólares de ingresos petroleros —infinitamente
superiores a los que nunca soñó la Cuarta República— se esfumaran hasta
dejar un país hundido en la escasez y la inflación? ¿Cómo explicar que
Venezuela tenga las reservas petroleras más altas del mundo y viva
emergencias similares a las de Cuba? Y la explicación la encontrarán
precisamente ahí, en Cuba, en la insensata voluntad de emular en
Venezuela el modelo cubano, en la infantil dependencia que Chávez
desarrolló frente a su astuto padre, Fidel Castro.
Pero si el daño económico ha sido inmenso, más grande ha sido el daño
político (la concentración absoluta de poder en manos del endiosado
presidente, el acoso a las libertades) y mayor aún el perjuicio moral:
la inimaginable corrupción así como la discordia plantada desde el poder
en el seno de los hogares venezolanos. Quizá el hipnotismo mediático de
Chávez hubiera sostenido por un tiempo la ficción del Socialismo del
siglo XXI, pero la naturaleza se opuso. Una rendija de esperanza se
abrió recientemente para la democracia, si bien acotada por un marco
electoral abusivo e inequitativo. Todos sabíamos que el Chavismo sin
Chávez tendría fecha de caducidad pero no esperábamos que esa fecha se
adelantara. Y de pronto, como en 1810, “previendo la cautela” de un
poder si no “usurpador” sí opresivo, apareció el verdadero protagonista
de la historia de Venezuela, el bravo pueblo que nunca olvidó el sentido
de la libertad.
No sé si el Gobierno del vociferante Maduro pase la prueba de un
recuento de votos. Pero si fuera así, está claro que Venezuela tiene un
líder valeroso (Henrique Capriles) y una oposición unida. Al menos la
mitad de los votantes sabe ya del ardid al que fue sometida por tantos
años y reacciona con valor para restablecer pronto —en el referéndum
revocatorio de 2015— la democracia plena, la libertad de expresión y la
concordia. Y entonces sí, el siglo XXI será de los venezolanos (de todos
los venezolanos), que sabrán emplear con responsabilidad su riqueza
petrolera en un marco madurez política, “la ley respetando la virtud y
honor”.
Enrique Krauze es escritor mexicano, director de la revista Letras Libres.
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