El movimiento chavista acaba de recibir una derrota histórica. Luego de haber ganado el presidente Chávez las elecciones el 7 de octubre con el 55,0% de los votos, equivalentes a 8.200.000 votos, su heredero, Nicolás Maduro fue votado por 7.550.000 personas, lo que representa 50,7% de los electores. Conviene precisar que luego del fallecimiento del presidente Chávez el 5 de marzo de 2013, su sepelio se convirtió en un vendaval electoral en un evento que implicó más de diez días de duelo. Maduro se erigió como la figura del régimen y era el que dirigía todos los actos de las exequias del presidente Chávez lo que era aprovechado para hacerse publicidad con miras a las elecciones.
Luego el CNE en un acto articulado con el gobierno, llamó a unas
elecciones a ser celebradasen quince días, mediadas por la semana
santa. Todo estaba perfectamente calculado por Tibisay Lucena, Jorge
Rodríguez y Nicolás Maduro. Desconectaron al presidente y realizarían el
llamado a elecciones para relampagueantemente desramar a las fuerzas
democráticas. Sus cálculos eran que Maduro se anclara en el sentimiento
de la muerte de Chávez y que aprovechara el dolor que concitaba el
fallecimiento del presidente para transformarlo en votos. Y arrancó
Nicolás, viento en popa conforme a los planes que el trío había
establecido. Para ello se emplearon a fondo usando los recursos del
Estado, sin ningún tipo de escrúpulos. El gran orquestador del
financiamiento fue Rafael Ramírez con la generosa chequera de PDVSA. Fue
una campaña de Henrique Capriles no contra el PSUV, sino contra el
poderío del Estado venezolano.
Cuando la campaña entró en calor, cada vez que hablaba Maduro eran
obvias sus falencias. Pronunciadas falencias y más que ellas, ignorancia
supina y falta de liderazgo. Maduro nunca fue Maduro. No pudo ser él
mismo sino el cadáver todavía insepulto de Hugo Chávez. El problema es
que Maduro no tiene los argumentos para ser presidente. Con tiene con
qué. Ya al final de la campaña llegó boqueando, rogando que esta
terminara lo más pronto posible para quitarse de encima a un Capriles
que los cuestionaba implacablemente por todos los flancos.
Maduro estaba
al borde de nocaut cuando concluyó la campaña. No daba más. Su discurso
era repetitivo, con un ritornelo fastidioso porque no tiene un
pensamiento estructurado.
Obtuvo en unas elecciones cuestionadas el 50,7%. De ese porcentaje,
casi dos tercios corresponden a venezolanos que están registrados en los
diferentes programas sociales que mantiene el gobierno y el tercio
restante es el núcleo duro, ideológico del chavismo. Con esa fuerza no
se puede hacer una revolución. El chavismo está herido de muerte y
vienen enfrenamientos internos. Ahora, con una victoria cuestionada por
el ventajismo y la corrupción, su capacidad de gobernar a una Venezuela
en crisis luce cuesta arriba. Tendrá que encarar sin tener las
herramientas para ello una situación de desabastecimiento pronunciado de
alimentos y demás bienes, una inflación galopante, apagones eléctricos
permanentes y una sostenida devaluación del bolívar. Lo peor es que
Maduro insiste en las políticas que han fracasado. Ha dicho que la
escasez y los apagones se deben al nunca comprobado sabotaje. Con un
criterio tal básico y limitado como el que está en la cabeza de Maduro,
nada bueno puede esperarse en Venezuela en los próximos meses.
Todo indica que en manos de Maduro, el país se va a mover en una
situación de inestabilidad e incertidumbre con un gobierno que comienza
desgastado, severamente cuestionado en sus bases y minado en su
legitimidad. Como puede verse en gráfico no es poca cosa el deterioro
del caudal electoral que ha sufrido el chavismo. De haber obtenido el
63,0% en los comicios de 2006, en abril de 2013 ese porcentaje declinó a
50,7%. Es más en 2013 obtuvo el chavismo casi los mismo votos que siete
años después. El chavismo se está desmoronando víctima de una ideología
caduca. Y sin Chávez presente la caída será más rápida y más sostenida.
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