Lunes, 14 de enero de 2013
“El pueblo de Venezuela, fiel a su tradición republicana,… desconocerá cualquier régimen, legislación o autoridad que contraríe los valores, principios y garantías democráticos…”. Así lo prescribe el artículo 350. No lo olvidemos
Foto: Google
Durante 14 años he escrito sobre el régimen político y
“constitucional” que se instala en Venezuela desde 1999. Lo he
calificado como “demo-autocracia”, pues expresa – obra de la anomia
social y la amoralidad política corrientes – al gobernante que
personaliza el ejercicio del poder y lo ejerce de modo absoluto. Sus
decisiones no son atacadas, limitadas, o frenadas con eficacia por
otras fuerzas dentro del mismo Estado o la sociedad, que se le
subordinan; y las hace valer sin miramientos. La moderna separación de
los poderes públicos y la sujeción de éstos a la ley, características
de la república, le significan formulismos estériles, en todo caso las
digiere si son hijas de su voluntad y amoldables bajo su voluntad.
Pero, he aquí lo novedoso, se hace autócrata por consentimiento popular y
en elecciones plebiscitarias.
Se afianza así, entre nosotros, una modalidad de dictadura por los
caminos de la democracia. Se usan y manipulan las formas de la
democracia hasta vaciarlas de contenido. Democráticamente se le da
partida de defunción a la democracia, o acaso se la sostiene
nominalmente pero perturbando y haciendo de su lenguaje una Torre de
Babel. Sus valores y principios – que anudan con las libertades y los
derechos humanos - son reinterpretados a conveniencia, para encubrir a
la misma autocracia y minar las resistencias de la opinión pública
democrática.
No cuenta la ética de la democracia, a cuyo tenor los fines legítimos
reclaman de medios legítimos y viceversa. Se impone, en apariencia, la
llamada dictadura de las mayorías u oclocracia, situada por encima y más
allá de la Constitución, pero a la sazón éstas encarnan en el
autócrata, quien habla y decide por las mayorías.
Esto ha sido así hasta ayer, y no más.
La “heterodoxia” democrática llega a su final y la cobertura engañosa
de sus formas rueda por el piso. Al autócrata, vestido de demócrata,
lo vence la fatalidad y en la hora postrera sorprende a los suyos e
incluso a sus adversarios, e intenta amarrar el futuro con apego a la
ortodoxia: “Si como dice la Constitución… si se presentara alguna circunstancia sobrevenida,
así dice la Constitución, que a mi me inhabilite… para continuar al
frente de la Presidencia de la República Bolivariana de Venezuela, bien sea para terminar, en los pocos días que quedan… ¿un mes? … Nicolás Maduro no sólo en esa situación debe concluir, como manda la Constitución, el período; sino que mi opinión firme… - en ese escenario que obligaría a convocar como manda la Constitución de nuevo a elecciones
presidenciales – ustedes elijan a Nicolás Maduro como Presidente…”, son
las palabras de Hugo Chávez Frías, dichas el 8 de diciembre pasado, en
una suerte de contrición y enmienda ante la disyuntiva de su
inhabilitación física o desaparición.
Pero una cosa piensa el enfermo y otra sus herederos. De modo que,
llegado el 10 de enero, cuando concluye el período constitucional y el
Presidente en ejercicio acepta desde antes que deja de ser tal ese día y
a la espera de que en su calidad sobrevenida de Presidente electo,
nuevamente, jure para otro período constitucional, éstos deciden
mantenerlo a distancia e invisible, lejos de intrusos e interesados en
el patrimonio de la sucesión. Y presa y preso como es y está Chávez, en
manos de los cubanos, la “demo-autocracia” que crea y recrea muda en
despotismo puro y duro, con la aviesa complicidad de una Justicia
arrodillada. De nada valen su testamento ni la claridad de nuestro orden
constitucional para eventualidades como las suyas.
El despotismo - lo explican las obras de historia clásica y política -
predica un ejercicio del poder más ominoso que la autocracia. No se
limita al antiguo dominio que el patrón griego (el déspota) ejerce sobre
sus esclavos y dentro de sus tierras. Es el poder que se ejerce movido
por la pasión y sin propósitos de ilustración. Es el gobierno sin
frenos, dominado por los caprichos, que todo lo arrasa y que arrastra a
todos, y que abate los ánimos sembrando desaliento en el más débil
sentido de la dignidad humana, dada la vocación servil de los
gobernados. El déspota se cree o se le presenta como a un Dios o su
descendiente, o como Sumo Sacerdote; y en eso, justamente, a
conveniencia, mediante un artificio jurídico que autentica como
escribana la Presidenta de nuestro Tribunal Supremo, Luisa Estela
Morales, es transformado Chávez por sus sucesores, los Maduros y los
Cabellos, guiados por los albaceas de los Castro, bendecidos por los
Insulza y hasta por Marco Aurelio García, a nombre de Brasil.
La Constitución de 1999 cambia en horas de espaldas al poder
constituyente. El gobernante enfermo, luz de la revolución es llamado a
mantenerse como tal, más allá de su circunstancia. Los usurpadores de su
voluntad, aprendices de déspotas, lo reconocen y piden se le reconozca
como Ser sobrenatural e infinito, atemporal, libre de juramentos o
ataduras profanas y mundanas. “Puede volver cuando le de la gana”,
espeta hace algún tiempo José Vicente Rangel. Es anulada al rompe
nuestra larga tradición constitucional de mandatos fijos, que se
inauguran y concluyen fatalmente, constante entre dictaduras y
democracias, presidentes electos y también “reelectos”, pero todos a uno
repúblicos confesos, aun cuando no todos demócratas.
Ese orden de facto que hoy nace, en el que el “déspota” decide si
jura o no lealtad a la Constitución y cuyo mandato jamás se extingue, es
irreconocible por los venezolanos. Es la negación de los valores éticos
de la democracia y de la república que imaginamos en 1811 y nos dimos a
partir de 1830. “El pueblo de Venezuela, fiel a su tradición
republicana,… desconocerá cualquier régimen, legislación o autoridad que
contraríe los valores, principios y garantías democráticos…”. Así lo
prescribe el artículo 350. No lo olvidemos.
correoaustral@gmail.com
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