Fernando Londoño Hoyos
A Chávez le llegó su hora. Sus cómplices temen que la suya también. Y eso explica la opereta y la furia de las víboras.
Sí, queridos lectores: es de la famosa novela de François Mauriac de
donde tomamos prestado el nombre de estas líneas. Porque viene como
anillo al dedo a la opereta con fondo trágico que se representa en
Venezuela.
No cabe duda de que el Comandante se la buscó. Pudo conseguir el
consuelo de un final digno para su turbulenta carrera de mal militar y
eficiente demagogo. Prefirió llevar al extremo su pasión narcisista por
el mando, ceder ante sus odios y aspirar a la pompa mundana de una
apoteosis que lo semejara a Bolívar. Pero se va a quedar con los dolores
del prócer, sin un ápice de su grandeza.
Lo que hay en torno suyo, esa carrera por los restos de la piñata que
va a romperse, es lo que tiene merecido su memoria. Los que conspiran
en silencio para alzarse con trozos del poder tienen comprometida su
conciencia y justos temores por el examen de su conducta. Porque saben
que se robaron a Venezuela, que la condenaron a cien años de abandono y
que ha llegado la hora de que respondan ante la Historia.
Ese país perdió, porque se la robaron, la mayor bonanza que ha tocado
a las puertas de cualquier nación latinoamericana. Tres millones de
barriles de petróleo a cien dólares, para simplificar cuentas, montan
trescientos millones de dólares diarios, más de cien mil millones de
dólares por año. De lo que no hay ni especies náufragas.
Después de 14 años de producir semejante fortuna, a Venezuela no le
ha quedado nada. Y eso era lo que tapaba Chávez con su agresividad de
"rufián de barrio" y sus maromas de populachero de tercera categoría. Se
va con el mérito de no haber permitido que esa pregunta se la hicieran
en serio, con lo que se economizó el costo de una respuesta imposible.
Venezuela no tiene un camino, ni un puerto, ni una fábrica, ni un
colegio ni un hospital para mostrar como resultado de esa danza
millonaria. En cambio, arruinó lo que tenía de industria y lo que
producía de comida. Y se gastó hasta el último barril de petróleo,
dejando la pesada carga de una deuda que tardará muchos años en pagar.
Nada de eso es enteramente atribuible a la improvisación y a la
ineptitud de un régimen comandado por un sujeto clamorosamente
incompetente. Descontado ese fardo, surge patente que a Venezuela se la
robaron y las víboras sobrevivientes no quieren enfrentarse a la gran
cuestión que alguien, algún día, les propondrá a nombre de ese adolorido
país: ¿dónde están mis reales?
Los aspirantes a mandar saben todo lo que tienen que ocultar. Y saben
que no podrán hacerlo si el poder se les escapa. Un poder judicial
digno, una opinión independiente, una Fiscalía decorosa y todo volará en
átomos. Lo que no es permisible ni aceptable. Las víboras se lanzarán
implacables contra cualquiera que pretenda penetrar en su nido de
maldades. La cuestión es de supervivencia, que genera solidaridades
feroces, y odios y recelos incontenibles.
Chávez era el mago que lo tapaba todo. Muerto Chávez, como está muerto, cada uno se preocupa por lo suyo y lo defenderá a dentelladas.
Los hermanos Castro serán los primeros. Esa cifra que fluctúa entre
cinco y diez mil millones de dólares por año, regalo del locato de
Caracas, explica que Cuba no haya tenido que rendirse. Y queda lo que
Chávez regaló a Nicaragua y comprometió en Bolivia, en Ecuador y en
Argentina. Y lo que se alzó la boliburguesía, esa mezcla de militares
corruptos y civiles arribistas que mandan y roban en Venezuela.
Faltaría el balance del narcotráfico para medio completar las
cuentas. Esas que nadie se atreve a pedir y que todos temen que un
pueblo enfurecido llegue a demandar. No se puede robar tanto, tan
impunemente. A Chávez le llegó su hora. Sus cómplices temen que la suya
también. Y eso explica la opereta y la furia de las víboras.
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