El general Noriega bebía lentamente su tercer whisky. Era la medianoche del 19 de diciembre, y su excéntrico reinado, una mezcla de magia, tiranía, corrupción y nacionalismo, estaba a punto de ser barrido del planeta por 28.000 soldados norteamericanos. Desde el jardín del centro de recreo militar Seremi, le llegaba el voluptuoso olor del pedazo de selva cuidadosamente urbanizada que rodea al antiguo hotel La Siesta, convertido por el régimen norieguista en un club social.
El general estaba acompañado por un par de amigas íntimas, de las que pertenecían a su círculo sexual, y de un puñado de colaboradores cercanos, entre los que se encontraba el jefe de su escolta personal, capitán Eliecer Gaitán.
Vestía aquella noche una sudadera caqui, pantalón corto y gorra de béisbol. El ex hotel La Siesta está en las cercanías del aeropuerto Omar Torrijos, en una zona suburbana desperdigada y llena de pequeños montes selváticos.
Noriega sabía, desde hacía más de 48 horas, que los norteamericanos preparaban algo, pero, al parecer, no se tomó en serio la posibilidad de una invasión. A la una de la madrugada, comenzó el ataque. Miles de soldados norteamericanos habían dado comienzo, en todo el país, a la operación Causa Justa.
Cerca del hotel donde se encontraba Noriega, en el aeropuerto Omar Torrijos, los paracaidistas de la División Aerotransportada 82, eran recibidos con ametralladoras y morteros. La huída de Noriega comenzó en aquel mismo momento. Huiría día y noche sin salir de un radio de 10 kilómetros.
Cuatro días en los que el Comando Sur de Estados Unidos acosaría al hombre fuerte de Panamá poniendo en juego sus casi ilimitados recursos. Nadie sabe aún a ciencia cierta cuáles fueron los lugares en los que Noriega se escondió durante aquellos días, mientras los cuarteles de las Fuerzas de Defensa se rendían uno tras otro, y tan sólo grupos aislados de los Batallones de la Dignidad, una fuerza paramilitar creada por Noriega, resistían.
El capitán Eliecer Gaitán fue el encargado, hasta el final, de intentar poner a salvo al general. Su fidelidad le llevó a correr el mismo destino que el hombre a quien servía. Burlando los controles y las patrullas norteamericanas y atravesando zonas donde los Batallones de la Dignidad combatían, Noriega buscó refugio en la prisión de mujeres, ubicada también en la misma zona de La Siesta, pero no pudo estar demasiado tiempo en un lugar.
Al parecer, Noriega, durante aquellos cuatro días, se ocultó en varios domicilios privados. Entre ellos podría encontrarse, según pudo averiguar EL MUNDO, la casa de su asesor financiero particular, cuyo piso se encuentra a pocas manzanas de la Nunciatura.
Finalmente, persuadido de que no podía continuar huyendo en un laberinto sin salida, con soldados norteamericanos controlando cada pulgada de la ciudad, Noriega decidió acudir al lugar que juzgó como su "último santuario": la Nunciatura Apostólica.
En ella ocupó una diminuta habitación del primer piso. Los soldados norteamericanos instalaron potentes altavoces enfrente para iniciar un atronador concierto de rock, que, día y noche, minara los nervios de Noriega, como táctica de guerra psicológica.
En el interior, Noriega prefirió la soledad. Nada más entrar en la embajada vaticana, encargó a Gaitán que lanzara el mensaje de rendición. El 4 de enero, por la noche, dos helicópteros Blackhawk se perdieron a toda velocidad en la noche. En su interior viajaba Noriega, iniciando un largo viaje sin retorno.
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