La complicidad entre los que dicen
luchar contra el narcotráfico y las propias redes ilegales es inherente a
la guerra contra las drogas
POR: ADAM DUBOVE
Gobiernos como el de Venezuela en tiempos de Hugo Chávez y Nicolás Maduro han creado nexos con el narcotráfico casi como política de Estado, en vez de tomar pasos para resolver el problema han avalado al crimen organizado y vieron en él una oportunidad muy rentable. Otros gobiernos que se presentan como paladines de la guerra contra las drogas tampoco han podido evitar este pacto ente funcionarios públicos y narcotraficantes.
La historia de cómo se conformó hace 15 años uno de los cárteles más
sanguinarios de México y el resto de la región, Los Zetas, refleja una
realidad que se da en todos los niveles de gobierno y a lo largo de la
pirámide de jerarquía de los funcionarios. La complicidad entre aquellos
que dicen luchar contra el narcotráfico y las propias redes de comercio
de drogas ilegales es algo inherente a la guerra contra las drogas.
El cártel mexicano encuentra sus raíces en el año 1997 cuando un grupo
de 31 integrantes del Grupo Aeromóvil de Fuerzas Especiales (GAFE), una
fuerza de elite del ejército mexicano, desertaron y le juraron lealtad
al Cártel del Golfo, uno de los más prominentes a finales del último
siglo. Los desertores conformaron el brazo armado del cártel, y
trabajaban como sicarios, guardaespaldas, o transportistas.
La caída de Osiel Cárdenas Guillén en 2003, el líder de Cártel del
Golfo, debilitó a su agrupación y significó el ascenso al poder de Los
Zetas. El grupo de exmilitares se convirtió en uno de los clanes
criminales más brutales, crueles y feroces. Sus operaciones incluyen
tráfico de personas, secuestros, extorsión, contrabando de inmigrantes,
además del narcotráfico.
Los inicios de Los Zetas son una clara señal de cómo los bandos en esta
guerra están difuminados. Las autoridades estatales y los
narcotraficantes, dos de los antagonistas de este conflicto, actúan en
connivencia de forma constante. Un mercado global de miles de millones
de dólares —se estima que es una economía de entre US$50 y 320.000
millones— ofrece lucrativas oportunidades para corromperse y aceptar
sobornos, o participar directamente de una agrupación criminal ilegal.
En combinación con la inmunidad que suele estar asociada a un cargo
político o a la placa policial, no sorprende la explosión de corrupción
relacionada con el narcotráfico.
Los casos abundan. El de Arnaldo Urbina Soto, alcalde de la localidad
hondureña de Yoro, de unos 65.000 habitantes, es uno de ellos. La semana
pasada, el alcalde, fue acusado por la Dirección Nacional de
Narcotráfico de ese país de ser el cabecilla de una banda a la que le
atribuyen 137 asesinatos y 45 desapariciones. Según las acusaciones, el
alcalde mantenía una operación de narcotráfico con “narcoavionetas” y un
grupo de jóvenes armados reclutados por sus hermanos, encargados de
brindar apoyo logístico.
En Argentina, el asesinato de tres empresarios farmacéuticos en 2008
involucrados en llamada “mafia de los medicamentos” encargada del desvío
de efedrina —un precursor de drogas sintéticas— a narcotraficantes,
destapó aportes de las víctimas a la campaña presidencial de la entonces
candidata Cristina Kirchner, e incluyó la acusación contra el ex
ministro del Interior y actual senador Aníbal Fernández. El mes pasado
el director de la Secretaría de Programación para la Prevención de la
Drogadicción y de la Lucha contra el Narcotráfico (Sedronar) fue
imputado como “partícipe necesario” en esa causa; solo una muestra.
Ningún país está exento de tener sus propios casos de autoridades
involucradas con el narcotráfico. Esta es una característica propia la
guerra contra las drogas: desde Guinea Bissau hasta Estados Unidos,
pasando por Chile, México, y cualquier otro rincón del mundo en el que
se esté librando esa fútil guerra.
La connivencia entre el narcotráfico y el Estado está a la vista en
todos los países de la región. En algunas ocasiones los lazos son de
conocimiento público, en otras se trata de actos de corrupción a menor
nivel pero que también nos dan una clara señal: la guerra contra las
drogas es imposible de ganar porque ambos bandos lucran con la
existencia del otro. Mientras los jefes de los cuerpos de policía y las
fuerzas armadas montan de tanto en tanto operativos espectaculares,
varios integrantes a lo largo de la cadena de mandos –desde el primer
nivel hasta el más bajo— también son beneficiados por sus supuestos
adversarios.
Por un lado, oficiales corruptos se benefician a través de sobornos, de
proveer encubrimiento, o de participar directamente en operaciones de
tráfico de drogas. Por el otro, la guerra contra las drogas es la mejor
excusa para que los jefes policiales pidan un mayor presupuesto para
incrementar su poder de intervención contra los narcotraficantes,
generando los denominados complejo policial-industrial y complejo
industrial penitenciario conformado por empresas del sector de seguridad
que satisfacen las demandas de un mayor poder de fuego y equipamiento, y
–dadas las características de su sistema, especialmente en Estados
Unidos — las concesionarias de cárceles privadas impulsan mayores tasas
de encarcelamiento.
¿Cómo evitar la corrupción? Una de las reacciones frente a esta
situación es el impulso de reformas para evitar la corrupción. Los
números indican que no hay reforma que sea posible de reparar el daño
hecho. Los efectos de la guerra contra las drogas en las poblaciones
víctimas de ella son devastadores, desde la libertad de expresión hasta
la separación de familias.
La persecución de una actividad pacífica convierte todo lo que hay en
torno a ella en una industria violenta en la que se gastan miles de
millones de dólares por año. Y todo se hace en nombre de una causa en
defensa de la salud que, por lejos, ha causado mucho más daño que
cualquiera que se quisiese prevenir lo que se logró reducir.
Más temprano que tarde el período de la prohibición de drogas será
ubicado junto a otros de los episodios nefastos de la historia política
mundial. Generaciones futuras analizarán a la guerra contra las drogas
con el mismo horror que hoy analizamos la esclavitud.
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