Teódulo López Meléndez
Es evidente que los recursos que llamaremos estéticos forman parte
del juego político contemporáneo tanto en la personalización,
dramatización y puesta en escena. Si algún gobierno ha recurrido al
teatro ha sido el de Hugo Chávez. Baste mirar el manejo de su enfermedad
y su utilización con propósitos de reforzamiento del régimen. Hemos
visto desde ancestrales prácticas africanas hasta apariciones donde el
líder se hace mártir, desde uso abusivo de los medios oficiales para
destacar tales prácticas y banalidades como su ascenso irrefrenable en
número de seguidores en Twitter.
Si bien han sido considerados distantes estética y política han
mantenido una relación en el campo filosófico, como lo comenzó
atestiguando Platón hasta los más cercanos Walter Benjamin o el propio
Nietzsche. Hay vinculaciones de términos, pues vemos dramatización,
simulacros, hedonismo y narración en la actual praxis política. Podemos
decir que el proceso político viene falsificado de esta manera, pues se
construye una máscara al candidato, una de efectismo forjador de
opinión. Hay un espacio mediático de conformación de una cultura de
masas. La televisora se parcializa acomodando lo relativo a su aspirante
favorito o se presenta una noticia como clave que lleva a la confusión
entre espectáculo dramático y quehacer político. Es lo que hemos
denominado la política como espectáculo, protagonizada por el actual
presidente y desde el otro lado por quienes aseguran defender la
libertad de expresión.
Kant definió a la estética como un conjunto de juicios que se realiza
a partir del sentimiento y es por tanto subjetiva. Cuando no se tienen
criterios o reflexión para juzgar el espectáculo es convertido en la
única realidad real. Cuando cohabitan sentimientos y reflexiones la
estética es campo de sentir consciente, como debería serlo la política.
Toda estética que excluya la dimensión crítica conduce a la decisión sin
reflexión. Jacques Rancière, en su magnífico libro El espectador emancipado, traza un cuadro inestimable sobre la función del espectador colocado como punto central entre la estética y la política.
Él lo llama la paradoja del espectador, lo que lleva a
concluir con una aparente obviedad, no hay teatro sin espectadores. Esto
es, si los ciudadanos no estuviesen centrada su atención en el
espectáculo que se le ofrece el teatro mismo caería. Rancière nos
recuerda que se mira al espectáculo y mirar es lo contrario de conocer.
Lo que se nos muestra es una apariencia y frente a ella el espectador no
actúa. Este pathos, de símiles entre estética y política, nos
muestra al ciudadano inerme, uno que pone en las tablas la auto-división
del sujeto debido a falta de conocimientos y de información. En el
teatro propiamente dicho hay dos singulares rupturas, uno practicado por
Brecht y otro por Artaud. En el escenario de la política estamos viendo
el paso de espectadores a actores, como en España con los indignados o
en los pueblos árabes con sus alzamiento contra dictaduras de décadas.
Los espectadores transformados tienen que aprender a moverse a ritmo
comunitario y determinar el montaje de la obra. A la política no se
puede asistir como al teatro, a ocupar una butaca y permanecer en
silencio mientras la obra se desarrolla. En la democracia se nos ha
impuesto una estética de manipulación. En las dictaduras una de
aplanamiento. En las tablas se distinguió entre la verdadera esencia del
teatro y el simulacro del espectáculo. En la democracia hay que
distinguir entre la representación que nos ofrece el poder y quienes
quieren sustituirlo por una imposición colectiva donde todos actúan.
Como diría Artaud, hay que devolverle a la comunidad la posesión de sus
propias energías.
Si en alguna parte hay que volver a imbricar estética y política es
en Venezuela porque aquí la política pasó a ser espectáculo,
fundamentalmente por el uso indiscriminado de las cadenas nacionales de
radio y televisión y porque el régimen tiene una estética que produce la
inmediata atención de los espectadores que no le son afectos. No
asisten, es cierto, como silenciosos espectadores, puesto que protestan
en las redes sociales –el nuevo escenario- de una forma y manera que
complace a los libretistas dado que en el guión original estuvo siempre
incluida esa forma de protestar ajena a toda acción. Del otro lado, en
quienes se encerraron en sus camerinos en seguimiento de una sola
propuesta -la vía electoral para sustituir libretistas y actores- la
actuación se asemeja más a Beckett dado que toda su actividad se limita a
esperar a Godot.
Este teatro venezolano, que llamamos así por respeto a la estética,
pero que más asemeja a un circo de función continua, conduce a la
pérdida de toda autenticidad social. Guy Debord, cuyas tesis no
desconoce Derrière, insiste en el problema de la contemplación mimética,
un mundo colectivo cuya realidad no es otra que la desposesión. Lo que
resume en su magnífica frase “el hombre cuanto más contempla, menos es”.
En este indudable bosque de signos uno lee en Derrière que todo
comienza cuando ignoramos la oposición entre mirar y actuar y cuando
tomamos claridad de que lo visible no es otra cosa que la configuración
de la dominación. Y agrega: “el principio de la emancipación es la disociación entre causa y efecto”. Y para seguir con el teatro suprimir esa exterioridad es el telos
de la performance. El poder de la gente consiste en la capacidad de
traducir lo que está mirando. Una vez traducido podrá cambiarlo pues
habrá captado toda la manipulación.
http://teodulolopezmelendez.wordpress.com/
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