PIEDRA DE TOQUE. La orden del presidente Maduro fue entendida como una carta blanca para el saqueo. Al tiempo que derrotaba la inflación de un puñetazo, se aseguraba gobernar al modo de los dictadores
Como el desabastecimiento y la carestía estaban haciendo estragos en
Venezuela y aumentando el descontento popular, el presidente Nicolás
Maduro, que no sabrá mucho de economía pero es hombre de pelo en pecho y
bravuconerías, decidió resolver el problema en un dos por tres.
Explicó
a su pueblo que la alta inflación que padece el país (57%, la más alta
de América Latina) es producto de una conjura maquinada por los Estados
Unidos, los empresarios y comerciantes acaparadores y los partidos de
oposición para destruir la revolución bolivariana o “el socialismo del
siglo XXI”. Y, de un plumazo, ordenó bajar los precios de los alimentos y
productos electrodomésticos en 50 y hasta 70%, a la vez que mandaba
soldados y cuerpos de choque a ocupar los establecimientos comerciales y
enviaba a la cárcel a buen número de “conspiradores”, es decir, los
dueños de tiendas y almacenes.
La campaña fue lanzada por el presidente Maduro con la consigna de:
“¡Vacíen los anaqueles!”. La orden fue entendida por buen número de
despistados como una carta blanca para el saqueo y, sobre todo en
Valencia, pero también en Caracas y otras ciudades, se produjeron
asaltos y pillajes en medio de una soberbia confusión. Era patético
escuchar a las sufridas amas de casa venezolanas, explicando a los
reporteros de la televisión oficial lo felices que estaban con esas
espectaculares rebajas que les permitirían, en adelante, renovar sus
neveras y cocinas y asegurar dos comidas diarias para la familia.
Al mismo tiempo que derrotaba la inflación de un puñetazo en la mesa,
es decir, subastando y confiscando cadenas de productos alimenticios y
electrodomésticos, el presidente Maduro, mediante la aprobación de la
Ley Habilitante, se aseguraba los poderes absolutos que durante un año
le permitirán gobernar sin leyes, de la manera cómoda y expeditiva de
los dictadores. Para conseguir este atributo, la Asamblea Nacional
Venezolana procedió a retirarle la inmunidad a una diputada de la
oposición, María Mercedes Aranguren, y a reemplazarla por su suplente,
el diputado Carlos Flores, quien, de la noche a la mañana (y mediante
generosas prebendas) se volvió chavista y votó a favor de la ley de
marras.
En suma, pasada la ilusión que estas operaciones han creado en una
opinión pública desesperada por la corrupción, el empobrecimiento y la
anarquía creciente que vive Venezuela, el precio que el país tendrá que
pagar por la demagogia irresponsable de estos días será muy alto. Sin
duda, contrariamente a los cálculos del Gobierno, se traducirá en una
nueva y más aplastante derrota del Gobierno en las próximas elecciones
del 8 de diciembre, lo que obligará a aquél, al igual que en las
presidenciales, a un nuevo fraude monumental a fin de mantenerse en el
poder pese a su descrédito y a la ruina a la que precipita cada día más a
su desdichado país.
Venezuela nunca tuvo una agricultura floreciente, a la altura de las
enormes posibilidades agrícolas con que cuenta; pero con el chavismo,
sus expropiaciones e invasiones, las tomas arbitrarias de fincas y la
asfixiante burocratización imperante, la producción agraria en ciertas
regiones se redujo a mínimos y en otras simplemente desapareció. El
resultado de todo ello es que el país debe importar casi el 95% de lo
que consume, algo que en la época del apogeo del petróleo, apenas se
advertía. Pero el control revolucionario implantado por Chávez y Maduro
en la industria ha rebajado la producción petrolera venezolana de manera
radical, a la vez que la política de control de divisas, una de las
fuentes más prósperas de la corrupción, ha convertido la obtención de
dólares para los comerciantes y empresarios que necesitan importar
materias primas y productos del extranjero en una verdadera pesadilla.
Sólo los enchufados en el Gobierno consiguen divisas, o los que están
dispuestos a pagar por ellas comisiones millonarias. Los otros deben
obtener las divisas en el mercado negro, donde el dólar vale diez veces
el precio oficial.
Esa es la explicación de la subida desmedida de los precios y del
desabastecimiento generalizado. Las valientes rebajas impuestas manu militari
por Maduro sólo servirán para acelerar el desabastecimiento
generalizado —los anaqueles se quedarán vacíos, en efecto—, y el mercado
negro, que crecerá de manera elefantiásica, estará sólo al alcance de
los privilegiados, es decir, los favorecidos por el régimen o por la
vertiginosa corrupción generada por la política intervencionista en la
economía. En otras palabras, la política del socialismo chavista habrá
contribuido a agravar las diferencias económicas y sociales que se
proponía abolir.
Al mismo tiempo que ocurrían estas cosas en Venezuela, en Pekín, el
Comité Central del Partido Comunista Chino, anunciaba una nueva política
económica, ampliando los mercados libres ya existentes para asegurar
una mejor distribución de los recursos y permitir una participación de
empresas privadas, tanto chinas como extranjeras, en las industrias de
Estado. (Advertía también, eso sí, que esta apertura económica no
tendría su correspondencia política, pues el Partido Comunista seguirá
siendo el árbitro supremo de la vida social). Es improbable que el
Partido Comunista chino adopte estas medidas de inequívoco sesgo
capitalista por una conversión ideológica y que las emprenda con
felicidad. No, se resigna a ellas porque, fiel al pragmatismo
tradicional de su cultura, ha comprendido que el colectivismo y el
estatismo económico llevan a la ruina a los países y, además de
empobrecerlos y atrasarlos, multiplican las injusticias sociales,
creando una distancia creciente entre los funcionarios privilegiados de
la nomenclatura, y los ciudadanos comunes y corrientes que, además de
padecer la inseguridad y el temor, viven haciendo colas, ganando
salarios miserables y sin la menor igualdad de oportunidades. Estas
verdades elementales, que ya llegaron a la Unión Soviética antes de su
desplome, y que empiezan a apuntar, aunque muy tímidamente todavía, en
Cuba, parecen fuera del alcance intelectual y del olfato político del
presidente Maduro y sus asesores económicos.
No es difícil prever, por eso, lo que depara el futuro inmediato a
Venezuela, un país que dada su cuantiosa abundancia de recursos debía
tener los más altos niveles de vida de América Latina. En vista de que
el desabastecimiento y la carestía —que obedecen a leyes económicas y no
a ucases políticos— se agravarán, el siguiente paso del régimen será
proceder a la estatización progresiva de las tiendas y comercios que
“conspiran” contra la revolución, especulando y hambreando al pueblo.
Los pequeños espacios de economía privada se irán cerrando hasta
desaparecer y caer en manos de una burocracia inepta y corrompida, de
modo que la racionalización de los productos de la canasta familiar, que
en buena parte ya existe, se irá extendiendo como una hidra por todos
los resquicios de la economía hasta hacer de Venezuela un país tan
estatizado como Cuba o Corea del Norte. Corolario inevitable de esta
hegemonía estatal: la desaparición de los escasos medios de comunicación
independientes que a costa de enormes sacrificios y valentía resisten
todavía el acoso gubernamental.
¿Habrá valido la pena todo lo que ha significado en ilusiones,
esfuerzos y violencias la revolución chavista? Es verdad que la
democracia que ella trajo era ineficiente, derrochadora, demagógica y
bastante insensible a los grandes problemas sociales. Y había generado
por eso un gran descontento en un pueblo que ingenuamente vio —una vez
más en la desgraciada historia de América Latina— en un caudillo
carismático y lenguaraz a su salvador. El resultado está a la vista: una
Venezuela empobrecida, enconada, devastada por la demagogia y la
corrupción, llena de nuevos ricos mal habidos, que, una vez que recupere
la libertad y la sensatez, tardará muchos años en recuperar todo lo que
perdió con el desplome de su democracia.
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