Hugo Chávez, cuyo rasgo más sobresaliente es el de su exacerbada egolatría, tiene la vana ilusión de pasar a la historia por la construcción de la revolución bolivariana, una suerte de utopía hecha a imagen y semejanza de otra quimera, la del castrismo en Cuba. Sin embargo, todo apunta a que este 'Candide' nada ingenuo no está por la labor de impulsar una sociedad más justa, sino de afianzar una distopía más próxima al 1984 de Orwell, pero enredada en la profusa palabrería del líder venezolano.
Fue el filósofo inglés John Stuart Mill quien en el XIX acuñó el concepto de distopía al referirse a la utopía negativa, que no es otra cosa que la degradación de una sociedad ideal que pasa de un mundo mejor a uno peor al que el que conocíamos. Bien, medio siglo después de que los cubanos comprendieran las consecuencias de un modelo fracasado, Chávez acelera a marchas forzadas un colectivismo primitivo que devuelve a los venezolanos a la economía del trueque y la escasez, mientras el resto del continente avanza en dirección contraria, que es la de la globalización con economías en vías de crecimiento.
En Venezuela corren tiempos de mercados estatales, tarjetas de racionamiento, carestía de la canasta básica y recortes de las libertades. Poco a poco el estado ha ido fagocitando la vida de los ciudadanos y desde la tribuna el discurso es guerrerista y al borde de grandes conflagraciones contra enemigos inventados. De ahí las peligrosas alianzas nucleares con teocracias como la iraní o gobiernos turbios como el de Rusia que preocupan a la administración Obama.
Las expropiaciones se disparan en esta distopía que Hugo Chávez pretende consolidar antes de las elecciones generales en 2012. Entre 2005 y 2009 el gobierno venezolano ha ejecutado casi 800 embargos forzosos de tierras y empresas, y al menos 220 españoles residentes se han visto afectados por estas arbitrarias medidas. Con una emigración de origen mayoritariamente canario que desde hace décadas vive afincada en este hospitalario país, de la noche a la mañana los hispano-españoles temen perder lo que tanto esfuerzo les costó a sus antepasados. Es el eco de la pesadilla cubana fraguada a principios de los sesenta, con una reforma agraria que desmoronó el tejido socio-económico compuesto por nacionales y emigrantes que se habían instalado en la isla en busca de prosperidad.
Los hermanos Carlos y Luis Solórzano, con doble ciudadanía, mantienen una huelga de hambre indefinida frente al consulado español en Caracas por la expropiación de sus tierras en el estado de Guárico. Podrían morir de hambre, como le sucediera al agricultor venezolano Franklin Brito tras una serie de ayunos para exigir la devolución de unas propiedades que el estado le arrebató. Y los más de 2.000 trabajadores de la empresa Agroisleña, creada a finales de los cincuenta por una familia canaria, han salido a la calle para ponerse de parte de sus empleadores, quienes han sido acusados de explotadores y están a punto de perder una compañía con 55 filiales repartidas en 20 estados.
Mientras representantes de la Coalición Canaria le solicitan al Ministro de Asuntos Exteriores Miguel Ángel Moratinos que interceda por los intereses de los ciudadanos españoles en Venezuela, el etarra Arturo Cubillas, bajo nómina en el gobierno de Chávez, está a cargo de intervenir terrenos supuestamente no explotados por sus dueños. Es la distopía imparable que sólo podría frenar la rebelión en la granja.
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